«L
a raíz de un libro es siempre otro libro, otros libros. En la genealogía de la literatura, los libros descienden de otros libros y la originalidad absoluta es un mito romántico que flota sobre natas de subdesarrollo cultural. Sólo quienes no son nadie no quieren parecerse a nadie. La originalidad es un concepto moderno, asociado a filosofías de la hubris individualista.»Carlos Fuentes, El mal del tiempo
Al iniciar el presente estudio, tenía la sensación de que todo, o casi todo, estaba ya dicho del Monasterio de El Escorial, que resultaba prácticamente imposible aportar algo nuevo y original. Por ello, no anhelaba encontrar documentos originales en latín que explicaran las claves de la generación de El Escorial. Solo me proponía buscar interpretaciones lógicas, y a ser posible «de Arquitecto», de las ingentes montañas de documentos que mentes más preparadas y competentes que la mía han estudiado desde hace cuatro siglos sobre la Octava Maravilla. Pronto me convencí de la imposibilidad de encontrar la verdad única. Por ello, me propuse señalar los numerosos caminos y algunas de sus posibles respuestas, para mostrar la complejidad e inmensidad de una obra que encierra tan fuertes simbolismos. Y ello debido a los pocos datos que se conservan sobre el proceso de elaboración del edificio: no hay el menor interés por la conservación de trazas de la primera evolución del proyecto, pese a que Felipe II obligó a tener en El Escorial un duplicado de las definitivas.
En las páginas anteriores he intentado profundizar en la complejas intenciones del proyecto del Monasterio de El Escorial y en la influencia que pudo tener el Templo de Jerusalén en su génesis proyectiva. Hemos visto su importancia en cuanto idea globalizadora y estímulo formal del esquema arquitectónico del Monasterio, y su gran importancia como lugar común en la literatura y crónicas escurialenses. También he rastreado los primeros orígenes de la idea en los Países Bajos y he señalado la influencia tácita que tuvo El Escorial en los tratados de Arias Montano y Villalpando sobre el Templo de Salomón, obras financiadas personalmente por Felipe II.
En conclusión, hemos visto como todo apunta a que El Escorial puede adscribirse al círculo de reconstrucciones del rectangular Templo de Herodes, el que cita el Nuevo Testamento, y no a la reconstrucción cuadrada de Ezequiel. El Monasterio propiamente dicho coincidiría en distribución y medidas generales con el Templo de Jerusalén del siglo I. Pero, ¿debemos reducir la idea o el significado de El Escorial a la imitación del prototipo hierosolimitano? ¿No quedaría entonces reducido a una fría copia, por muy solemne que ésta fuera? Para intentar responder a esta preguntas, antes me gustaría reflexionar brevemente sobre la recreación en el arte.
La recreación de obras anteriores es un hecho más que habitual a lo largo de la historia del arte, pero el problema surge cuando se olvidan las fuentes. Por ejemplo, sabemos que West Side Story fue una recreación de Romeo y Julieta, pero puede que no mucha gente sepa que Shakespeare se basó igualmente en la obra Las vicisitudes efesias de Anzia y Abrocomas del novelista griego Jenofonte de Éfeso, texto que a su vez fue ampliado por Masuccio de Salerno y por Luigi da Porto en los siglos XV y XVI. Antonio Gaudí, ese gran reinventor del gótico, hizo en este sentido una famosa afirmación: "originalidad es volver al origen".
Desde luego, parece fácil olvidar las fuentes. Las rimas de Jenofonte, por otra parte de desigual valor literario, dejaron de leerse hace ya muchos años. Tampoco se ha editado ninguna edición completa de la Historia Natural de Plinio en este siglo en español (sólo recientemente Gredos la ha comenzado en 1998), cuando este libro era citado con veneración por la totalidad de libros de geografía y historia del Renacimiento. Los ejemplos en este sentido pueden ser innumerables.
Uno de estos libros, hoy prácticamente olvidado, fue La guerra de los judíos de Flavio Josefo. El texto describe codo a codo el antiguo Templo de Herodes en Jerusalén y su destrucción a manos de las tropas de Tito en el año 70 d.C. Escrito en Roma en el siglo I, esta obra había sido leída y releída desde el siglo XV hasta el XIX, ya que probaba la existencia histórica de Jesús de Nazaret. Incluso, para algunos, éste controvertido pasaje ha sido el más estudiado de toda la literatura occidental. Hubo un tiempo en que en Francia, en Holanda, en Inglaterra, cada familia poseía su Josefo junto a la Biblia. Era, en palabras del padre Hardouin, el «quinto Evangelio» de la Contrarreforma. Sólo el siglo XX, desconsiderado con las humanidades, se fue apartando de su lectura.
Los tres tratados de finales del siglo XVI que más tuvieron que ver con El Escorial, los del padre Sigüenza y Arias Montano -bibliotecarios del Monasterio-, y el de Villalpando lo citan continuamente. Felipe II, que subvencionó estos tres libros, también conocía muy bien el Josefo, lo que le permitió discutir con Villalpando sobre su reconstrucción, como éste último nos cuenta en su obra. No por casualidad, La guerra de los judíos consta en la primera partida de compra de libros que se conoce del joven príncipe a los 12 años . Es por el actual olvido del historiador romano por lo que esta discusión sobre la influencia del Segundo Templo en la ideación de El Escorial nos resulta muy difícil de introducir en estos tiempos.
A la luz de la planta final del proyecto, resultaría erróneo reducir El Escorial a un ejercicio de «reconstrucción imaginaria», al estilo de las imágenes de las Siete Maravillas de la Antigüedad, ya que el Templo había sido destruido 1500 años antes y la arqueología de los Santos Lugares era algo totalmente irrealizable. Esa posibilidad debía ser sustituida por la inspiración en las imágenes de las Biblias y libros de estampas, así como de los cuadros en los que aparecía Jerusalén.
Todo indica que finalmente no se trató de reconstruir literalmente el Templo de Jerusalén. Y, sin embargo, el origen profundo de El Escorial bien pudo surgir de la expresión de esa idea básica, usada como «espoleta generativa», para desarrollar después el proyecto por caminos más funcionales. El complejo programa del palacio-monasterio así lo requeriría. Aún siendo el primero en reconocer la gran importancia de la idea en la génesis del proyecto, un edificio con un esquema tan difícil no pudo ser sólo el resultado de una súbita inspiración. No debemos reducir, por tanto, la ideación de El Escorial a la recreación de su modelo.
Debemos comprender que la proyectación arquitectónica está más relacionada con métodos no racionales, como la intuición o la casualidad, que enlazan la «información» del proyecto con la «formación» del arquitecto. Estimulado a partes iguales por la esperanza y la desesperación, el arquitecto debe abstraerse a la evocación y manipulación de imágenes almacenadas en la memoria, componiéndolas mediante ciertas reglas o taxis compositivas. Esta reserva de imágenes es de naturaleza compleja: algunas son arquetípicas o geométricas, otras son históricas, otras simplemente están sacadas de un contexto ajeno a la arquitectura. El intrincado desarrollo del proyecto a lo largo de los años parece tener más el carácter de una elaboración, de un trabajo «artesanal» de ornamentación que el de una tarea hecha para que el artista abra su alma, como puede actuar un pintor o un músico. Y sin embargo, la coherencia de El Escorial estriba precisamente en no haber perdido la idea básica a lo largo de ese desarrollo y en la consecución de su potente imagen final.
Los proyectos existen ya, sin saberlo, en nuestra memoria. Reaparecen inesperadamente a partir de extrañas asociaciones de las que casi nunca somos totalmente conscientes. Estamos ligados a recuerdos, imágenes, impresiones originados en su mayor parte en nuestra infancia y adolescencia, alterados por nuevas experiencias, renovados permanentemente. En el proceso de todo proyecto, en algún momento regresa un recuerdo ya olvidado, una imagen, un sonido, o una frase grabada: un indicio que nos conduce hacia un camino determinado. Proyectamos seleccionando en nuestro subconsciente lo que tenemos presente como sensaciones que un día percibimos: sonidos, texturas, olores, imágenes a veces difusas que se vuelven inesperadamente nítidas. Recurrimos aún sin pretenderlo a nuestras experiencias directas -la mejor enseñanza- y ese archivo de datos que hemos recibido a través de viajes, conversaciones, lecturas, películas, sueños. Proyectar equivale a relacionar. No hacemos sino tratar de establecer conexiones intangibles entre necesidades, lugares, formas, materiales, conceptos que en un instante, en una visión fugaz, se hacen evidentes e intentamos desesperadamente capturar y materializar. La arquitectura procede siempre de una combinación de informaciones almacenadas en nuestra memoria que se reordenan de modos distintos en cada nueva ocasión. Cuando somos afortunados combinamos con ingenio fragmentos de esa memoria de maneras sugerentes, a veces inesperadas. El nuevo proyecto nos produce entonces la satisfacción del hallazgo. Y sin embargo, ¿no se está remontando en realidad a algo que ya existió con anterioridad antes de ser arquitectura?, ¿no se trata de un recuerdo más que de una novedad?
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