SESION XXI
Que es la V celebrada en tiempo del sumo Pontífice Pio IV a 16 de julio de 1562.
Teniendo presentes el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados de la Sede Apostólica, los varios y monstruosos errores que por los malignos artificios del demonio se esparcen en diversos lugares acerca del tremendo y santísimo sacramento de la Eucaristía, por los que parece que en algunas provincias se han apartado muchos de la fe y obediencia de la Iglesia católica; ha tenido por conveniente exponer en este lugar la doctrina respectiva a la comunión en ambas especies, y a la de los párvulos. Con este fin prohibe a todos los fieles cristianos que ninguno en adelante se atreva a creer, o enseñar, o predicar acerca de ella, de otro modo que del que se explica y define en los presentes decretos.
En consecuencia, pues, el mismo santo Concilio enseñado por el Espíritu Santo, que es el espíritu de sabiduría e inteligencia, el espíritu de consejo y de piedad, y siguiendo el dictamen y costumbre de la misma Iglesia, declara y enseña, que los legos, y los clérigos que no celebran, no están obligados por precepto alguno divino a recibir el sacramento de la Eucaristía bajo las dos especies; y que no cabe absolutamente duda, sin faltar a la fe, en que les basta para conseguir su salvación, la comunión de una de las dos especies. Porque aunque Cristo nuestro Señor instituyó en la última cena este venerable Sacramento en las especies de pan y vino, y lo dio a sus Apóstoles; sin embargo no tienen por objeto aquella institución y comunión establecer la obligación de que todos los fieles cristianos deban recibir en fuerza del establecimiento de Jesucristo una y otra especie. Ni tampoco se colige bien del sermón que se halla en el capítulo sexto de san Juan, que el Señor mandase bajo precepto la comunión de las dos especies, de cualquier modo que se entienda, según las varias interpretaciones de los santos Padres y doctores. Porque el mismo que dijo: Si no comiéreis la carne del hijo del hombre, ni bebiéreis su sangre, no tendréis propia vida; dijo también: Si alguno comiere de este pan, vivirá eternamente. Y el que dijo: Quien come mi carne, y bebe mi sangre, logra vida eterna; dijo igualmente: El pan que yo daré, es mi carne, que daré por vivificar al mundo. Y en fin el que dijo: Quien come mi carne, y bebe mi sangre, queda en mí, y yo quedo en él; dijo no obstante: Quien come este pan, vivirá eternamente.
Declara además, que en la administración de los Sacramentos ha tenido siempre la Iglesia potestad para establecer o mudar, salva siempre la esencia de ellos, cuanto ha juzgado ser más conducente, según las circunstancias de las cosas, tiempos y lugares, a la utilidad de los que reciben los Sacramentos o a la veneración de estos. Esto mismo es lo que parece insinuó claramente el Apóstol san Pablo cuando dice: Débesenos reputar como ministros de Cristo, y dispensadores de los misterios de Dios. Y bastantemente consta que el mismo Apóstol hizo uso de esta potestad, así respecto de otros muchos puntos, como de este mismo Sacramento; Pues dice, habiendo arreglado algunas cosas acerca de su uso: Cuando llegue, daré orden en lo demás. Por tanto, reconociendo la santa madre Iglesia esta autoridad que tiene en la administración de los Sacramentos; no obstante haber sido frecuente desde los principios de la religión cristiana el uso de comulgar en las dos especies; viendo empero mudada ya en muchísimas partes con el tiempo aquella costumbre, ha aprobado, movida de graves y justas causas, la de comulgar bajo una sola especie, decretando que esta se observase como ley; la misma que no es permitido reprobar, ni mudar arbitrariamente sin la autoridad de la misma Iglesia.
Declara el santo Concilio después de esto, que aunque nuestro Redentor, como se ha dicho antes, instituyó en la última cena este Sacramento en las dos especies, y lo dio a sus Apóstoles; se debe confesar no obstante, que también se recibe en cada una sola de las especies a Cristo todo entero, y un verdadero Sacramento; y que en consecuencia las personas que reciben una sola especie, no quedan defraudadas respecto del fruto de ninguna gracia necesaria para conseguir la salvación.
Enseña en fin el santo Concilio, que los párvulos que no han llegado al uso de la razón, no tienen obligación alguna de recibir el sacramento de la Eucaristía: pues reengendrados por el agua del Bautismo, e incorporados con Cristo, no pueden perder en aquella edad la gracia de hijos de Dios que ya lograron. Ni por esto se ha de condenar la antigüedad, si observó esta costumbre en algunos tiempos y lugares; porque así como aquellos Padres santísimos tuvieron causas racionales, atendidas las circunstancias de su tiempo, para proceder de este modo; debemos igualmente tener por cierto e indisputable, que lo hicieron sin que lo creyesen necesario para conseguir la salvación.
CAN. I. Si alguno dijere, que todos y cada uno de los fieles cristianos están obligados por precepto divino, o de necesidad para conseguir la salvación, a recibir una y otra especie del santísimo sacramento de la eucaristía, sea excomulgado.
CAN. II. Si alguno dijere que no tuvo la santa Iglesia Católica causas ni razones justas para dar la Comunión sólo en especie de pan a los legos, asi como a los clérigos que no celebran, o que erró en ésto, o sea excomulgado.
CAN. III. Si alguno negare que Cristo, fuente y autor de todas las gracias, se recibe todo entero bajo la sola especie de pan, dado por razón como fálsamente afirman algunos que no se recibe, según lo estableció el mismo Jesucristo, sea excomulgado.
CAN. IV. Si alguno dijere que es necesria la comunión de la Eucaristía a los niños antes que lleguen al uso de la razón, sea excomulgado.
El mismo santo Concilio reserva para otro tiempo, y será cuando se le presente la primera ocasión, el examen y definición de los dos artículos ya propuestos, pero que no se han ventilado.
El mismo sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados de la Sede Apostólica, ha tenido por bien establecer en la presente ocasión a honra de Dios omnipotente, y ornamento de la santa Iglesia, los puntos que se siguen sobre la materia de la reforma.
Debiendo estar muy distante del orden eclesiástico toda sospecha de avaricia; no perciban los Obispos, ni los demás que confieren órdenes, ni sus ministros, bajo ningún pretexto, cosa alguna por la colación de cualesquiera de ellos, ni aun por la de la tonsura clerical, ni por las dimisorias o testimoniales, ni por el sello, ni por ningún otro motivo, aunque la ofrezcan voluntariamente. Mas los notarios podrán recibir, sólo en aquellos lugares en que no hay la loable costumbre de no percibir derechos, la décima parte de un escudo de oro por cada una de las dimisorias, o testimoniales; con la circunstancia de que para esto no han de gozar salario alguno señalado por ejercer su oficio, ni ha de poder resultar directa, ni indirectamente emolumento alguno al Obispo de los gajes del notario, por la colación de las órdenes; pues decreta que en estas están absolutamente obligados a ejercer su oficio de gracia; anulando y prohibiendo enteramente las tasas, estatutos y costumbres contrarias, aunque sean inmemoriales, de cualquier lugar que sea, pues con más razón pueden llamarse abusos, y corruptelas favorables a la Simonía. Los que ejecutaren lo contrario, así los que dan, como los que reciben, incurran por el mismo hecho, además de la venganza divina, en las penas asignadas por derecho.
No siendo decente que mendiguen con infamia de sus órdenes las personas dedicadas al culto divino, ni ejerzan contratos bajos y vergonzosos; constando que en muchísimas partes se admiten casi sin distinción a las sagradas órdenes muchísimas personas que con varios artificios y engaños suponen que poseen algún beneficio eclesiástico, o caudales suficientes; establece el santo Concilio, que en adelante no sea promovido clérigo ninguno secular, aunque por otra parte sea idóneo por sus costumbres, ciencia y edad, a las órdenes sagradas, a no constar antes legítimamente que está en posesión pacífica de beneficio eclesiástico, que baste para pasar honradamente la vida. Ni pueda resignar este beneficio, sino haciendo mención de que fue promovido a título del mismo; ni se le admita la resignación sino constando que puede vivir cómodamente con otras rentas. Y a no hacerse la resignación con estas circunstancias, sea nula. Los que obtienen patrimonio, o pensión, no puedan ordenarse en adelante, sino los que juzgare el Obispo debe ordenar por necesidad, o comodidad de sus iglesias, certificándose antes de que efectivamente tienen aquel patrimonio o pensión, y que son suficientes para poderlos mantener; sin que absolutamente puedan después enajenarlos, extinguirlos, ni cederlos sin licencia del Obispo, hasta que hayan logrado otro beneficio eclesiástico suficiente, o tengan por otra parte con que poderse mantener; renovando en este punto las penas de los antiguos cánones.
Estando los beneficios destinados al culto divino y al cumplimiento de los ministerios eclesiásticos; establece el santo Concilio, para que no se disminuya en cosa alguna el culto divino, sino que en todo se le de el debido cumplimiento y obsequio; que en las iglesias así catedrales, como colegiatas, en que no hay distribuciones cotidianas, o son tan cortas que verisímilmente no se hace caso de ellas; se deba separar la tercera parte de los frutos, y demás provechos y obvenciones, así de las dignidades, como de los canonicatos, personados, porciones y oficios, y convertirla en distribuciones diarias; las cuales se han de repartir proporcionalmente entre los que obtienen las dignidades, y los demás que asisten a los oficios divinos, según la división que en la primera regulación de los frutos debe hacer el Obispo, aun como delegado de la Sede Apostólica; salva no obstante la costumbre de aquellas iglesias en que nada perciben, o perciben menos de la tercera parte los que no residen, o no sirven; sin que obsten exenciones, ni otras costumbres, por inmemoriales que sean, como ni cualquiera apelación. Si creciere la contumacia de los que no sirven, puédase proceder contra ellos según lo dispuesto en el derecho, y en los sagrados cánones.
Los Obispos, aun como delegados de la Sede Apostólica, obliguen a los curas, u otros que tengan obligación, a tomar por asociados en su ministerio el número de sacerdotes que sea necesario para administrar los Sacramentos, y celebrar el culto divino en todas las iglesias parroquiales o bautismales, cuyo pueblo sea tan numeroso, que no baste un cura solo a administrar los Sacramentos de la Iglesia, ni a celebrar el culto divino. Mas en aquellas partes en que los parroquianos no puedan, por la distancia de los lugares, o por la dificultad, concurrir sin grave incomodidad a recibir los Sacramentos, y oír los oficios divinos; puedan establecer nuevas parroquias, aunque se opongan los curas, según la forma de la constitución de Alejandro VI, que principia: Ad audientiam. Asígnese también, a voluntad del Obispo, a los sacerdotes que de nuevo se destinaren al gobierno de las iglesias recientemente erigidas, suficiente congrua de los frutos que de cualquier modo pertenezcan a la iglesia matriz; y si fuese necesario, pueda obligar al pueblo a suministrar lo suficiente para el sustento de los dichos sacerdotes; sin que obsten reservación alguna general, o particular, o afección alguna sobre las dichas iglesias. Ni semejantes disposiciones, ni erecciones puedan anularse ni impedirse, en fuerza de cualesquier provisiones que sean, ni aun en virtud de resignación, ni por ningunas otras derogaciones, o suspensiones.
Para que se conserve dignamente el estado de las iglesias, en que se tributan a Dios los sagrados oficios; puedan los Obispos, aun como delegados de la Sede Apostólica, hacer según la forma del derecho, y sin perjuicio de los que las obtienen, reuniones perpetuas de cualesquier iglesias parroquiales y bautismales, y de otros beneficios curados o no curados, con otros que lo sean, a causa de la pobreza de las mismas iglesias, y en los demás casos que permite el derecho; aunque dichas iglesias, y en los demás casos que permite el derecho; aunque dichas iglesias o beneficios estén reservados general o especialmente, o afectos de cualquiera otro modo. Y estas uniones no puedan revocarse ni quebrantarse de modo alguno en virtud de ninguna provisión, sea la que fuere, ni aun por causa de resignación, derogación o suspensión.
Por cuanto los curas ignorantes e imperitos de las iglesias parroquiales son poco aptos para el desempeño del sagrado ministerio; y otros, por la torpeza de su vida, mas bien destruyen que edifican; puedan los Obispos, aun como delegados de la Sede Apostólica, señalar interinamente coadjutores o vicarios a los mencionados curas iliteratos e imperitos, como por otra parte sean de buena vida; y asignar a los vicarios una parte de los frutos, que sea suficiente para sus alimentos, o dar providencia de otro modo, sin atender a apelación ni exención alguna. Refrenen también y castiguen a los que viven torpe y escandalosamente, después de haberlos amonestado; y si aun todavía perseverasen incorregibles en su mala vida, tengan facultad de privarlos de sus beneficios, según las constituciones de los sagrados cánones, sin que obste ninguna exención ni apelación.
Debiéndose también poner sumo cuidado en que las cosas consagradas al servicio divino no decaigan, ni se destruyan por la injuria de los tiempos, ni se borren de la memoria de los hombres, puedan los Obispos a su arbitrio, aun como delegados de la Sede Apostólica, trasladar los beneficios simples, aun los que son de derecho de patronato, de las iglesias que se hayan arruinado por antigüedad, o por otra causa, y que no se puedan restablecer por su pobreza, a las iglesias matrices, o a otras de los mismos lugares, o de los más vecinos; citando antes las personas a quienes toca el cuidado de las mismas iglesias; y erijan en las matrices, o en las otras, los altares y capillas, con las mismas advocaciones; o transfiéranlas a las capillas o altares ya erigidos, con todos los emolumentos y cargas impuestas a las primeras iglesias. Cuiden también de reparar y reedificar las iglesias parroquiales así arruinadas, aunque sean de derecho de patronato, sirviéndose de todos los frutos y rentas que de cualquier modo pertenezcan a las mismas iglesias; y si estos no fueren suficientes, obliguen a ello con todos los remedios oportunos a todos los patronos, y demás que participan algunos frutos provenidos de dichas iglesias, o en defecto de estos obliguen a los parroquianos; sin que sirva de obstáculo apelación, exención, ni contradicción alguna. Mas si padecieren todos suma pobreza, sean transferidas a las iglesias motrices, o a las más vecinas, con facultad de convertir así las dichas parroquiales, como las otras arruinadas en usos profanos que no sean indecentes, erigiendo no obstante una cruz en el mismo lugar.
Es muy conforme a razón que el Ordinario cuide con esmero, y de providencia sobre todas las cosas que pertenecen en su diócesis al culto divino. Por tanto, visiten los Obispos todos los años, aun como delegados de la Sede Apostólica, los monasterios de encomienda, aunque sean los que llaman abadías, prioratos y preposituras, en que no esté en su vigor la observancia regular; así como los beneficios con cura de almas, y los que no la tienen, y los seculares y regulares, de cualquier modo que estén en encomienda, aunque sean exentos, cuidando también los mismos Obispos de que se renueven los que necesiten reedificarse o repararse, valiéndose de medios eficaces, aunque sea del secuestro de los frutos; y si los dichos, o sus anexos tuviesen cargo de almas, cúmplase este exactamente, así como todas las demás cargas a que haya obligación; sin que obsten apelaciones, ni privilegios algunos, costumbres prescritas, aun de tiempo inmemorial, letras conservatorias, jueces deputados, ni sus inhibiciones. Y si la observancia regular estuviese en ellos en su vigor, procuren los Obispos por medio de sus exhortaciones paternales, que los superiores de estos regulares observen y hagan observar el orden de vida que deben tener, conforme a su instituto regular, y contengan y moderen sus súbditos en el cumplimiento de su obligación. Mas si, amonestados los superiores, no los visitaren, ni corrigieren en el espacio de seis meses; puedan los mismos Obispos en este caso, aun como delegados de la Sede Apostólica, visitarlos y corregirlos del mismo modo que podrían sus superiores, según sus institutos, removiendo absolutamente, y sin que puedan servirles de obstáculo, las apelaciones, privilegios y exenciones, cualesquiera que sean.
Como muchos remedios que diferentes concilios aplicaron antes en sus respectivos tiempos, tanto el Lateranense y Lugdunense, como el Viennense, contra los perversos abusos de los demandantes de limosnas, han venido a ser inútiles en los tiempos modernos; y se ve más bien que su malicia se aumenta de día en día, con grande escándalo y quejas de todos los fieles, en tanto grado, que no parece queda esperanza alguna de su enmienda; establece el santo Concilio, que en adelante se extinga absolutamente aquel nombre y uso en todos los países de la cristiandad; y que no se admita absolutamente a nadie para ejercer semejante oficio; sin que obsten contra esto los privilegios concedidos a iglesias, monasterios, hospitales, lugares piadosos, ni a cualesquiera personas, de cualquier estado, grado y dignidad que sean, ni costumbres, aunque sean inmemoriales. Decreta también que las indulgencias u otras gracias espirituales, de que no es justo privar por aquel abuso a los fieles cristianos, se publiquen en adelante al pueblo en el tiempo debido, por los Ordinarios de los lugares, acompañándose de dos personas que agregarán de sus cabildos; a las que también se concede facultad para que recojan fielmente, y sin percibir paga alguna las limosnas y otros subsidios que caritativamente les franqueen; para que en fin se certifiquen todos, de que el uso que se hace de estos celestiales tesoros de la Iglesia, no es para lucrar, sino para aumentar la piedad.
ASIGNACIÓN DE LA SESIÓN FUTURA
El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados de la Sede Apostólica, ha establecido y decretado, que la Sesión próxima se ha de tener y celebrar en la feria quinta después de la octava de la natividad de la bienaventurada virgen María, que será el 17 del inmediato mes de setiembre. Añade no obstante, que el mismo santo Concilio podrá, y tendrá autoridad de restringir, y extender libremente a su arbitrio y voluntad, aun en congregación general, el término mencionado, y todos los que en adelante señale para cada Sesión, según juzgare conveniente a los asuntos del Concilio.
SESION XXII
Que es la VI celebrada en tiempo del sumo Pontífice Pío IV en 17 de setiembre de 1562.
El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados de la Sede Apostólica, procurando que se conserve en la santa Iglesia católica en toda su pureza la fe y doctrina antigua, absoluta, y en todo perfecta del gran misterio de la Eucaristía, disipados todos los errores y herejías; instruida por la ilustración del Espíritu Santo, enseña, declara y decreta que respecto de ella, en cuanto es verdadero y singular sacrificio, se prediquen a los fieles los dogmas que se siguen.
Por cuanto bajo el antiguo Testamento, como testifica el Apóstol san Pablo, no había consumación (o perfecta santidad), a causa de la debilidad del sacerdocio de Leví; fue conveniente, disponiéndolo así Dios, Padre de misericordias, que naciese otro sacerdote según el orden de Melquisedech, es a saber, nuestro Señor Jesucristo, que pudiese completar, y llevar a la perfección cuantas personas habían de ser santificadas. El mismo Dios, pues, y Señor nuestro, aunque se había de ofrecer a sí mismo a Dios Padre, una vez, por medio de la muerte en el ara de la cruz, para obrar desde ella la redención eterna; con todo, como su sacerdocio no había de acabarse con su muerte; para dejar en la última cena de la noche misma en que era entregado, a su amada esposa la Iglesia un sacrificio visible, según requiere la condición de los hombres, en el que se representase el sacrificio cruento que por una vez se había de hacer en la cruz, y permaneciese su memoria hasta el fin del mundo, y se aplicase su saludable virtud a la remisión de los pecados que cotidianamente cometemos; al mismo tiempo que se declaró sacerdote según el orden de Melchisedech, constituido para toda la eternidad, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino, y lo dio a sus Apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del nuevo Testamento, para que lo recibiesen bajo los signos de aquellas mismas cosas, mandándoles, e igualmente a sus sucesores en el sacerdocio, que lo ofreciesen, por estas palabras: Haced esto en memoria mía; como siempre lo ha entendido y enseñado la Iglesia católica. Porque habiendo celebrado la antigua pascua, que la muchedumbre de los hijos de Israel sacrificaba en memoria de su salida de Egipto; se instituyó a sí mismo nueva pascua para ser sacrificado bajo signos visibles a nombre de la Iglesia por el ministerio de los sacerdotes, en memoria de su tránsito de este mundo al Padre, cuando derramando su sangre nos redimió, nos sacó del poder de las tinieblas y nos transfirió a su reino. Y esta es, por cierto, aquella oblación pura, que no se puede manchar por indignos y malos que sean los que la hacen; la misma que predijo Dios por Malachías, que se había de ofrecer limpia en todo lugar a su nombre, que había de ser grande entre todas las gentes; y la misma que significa sin obscuridad el Apóstol san Pablo, cuando dice escribiendo a los Corintios: Que no pueden ser partícipes de la mesa del Señor, los que están manchados con la participación de la mesa de los demonios; entendiendo en una y otra parte por la mesa del altar. Esta es finalmente aquella que se figuraba en varias semejanzas de los sacrificios en los tiempos de la ley natural y de la escrita; pues incluye todos los bienes que aquellos significaban, como consumación y perfección de todos ellos.
Y por cuanto en este divino sacrificio que se hace en la Misa, se contiene y sacrifica incruentamente aquel mismo Cristo que se ofreció por una vez cruentamente en el ara de la cruz; enseña el santo Concilio, que este sacrificio es con toda verdad propiciatorio, y que se logra por él, que si nos acercamos al Señor contritos y penitentes, si con sincero corazón, y recta fe, si con temor y reverencia; conseguiremos misericordia, y hallaremos su gracia por medio de sus oportunos auxilios. En efecto, aplacado el Señor con esta oblación, y concediendo la gracia, y don de la penitencia, perdona los delitos y pecados por grandes que sean; porque la hostia es una misma, uno mismo el que ahora ofrece por el ministerio de los sacerdotes, que el que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, con sola la diferencia del modo de ofrecerse. Los frutos por cierto de aquella oblación cruenta se logran abundantísimamente por esta incruenta: tan lejos está que esta derogue de modo alguno a aquella. De aquí es que no sólo se ofrece con justa razón por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles que viven; sino también, según la tradición de los Apóstoles, por los que han muerto en Cristo sin estar plenamente purgados.
Y aunque la Iglesia haya tenido la costumbre de celebrar en varias ocasiones algunas Misas en honor y memoria de los santos; enseña no obstante que no se ofrece a estos el sacrificio, sino sólo a Dios que les dio la corona; de donde es, que no dice el sacerdote: Yo te ofrezco, o san Pedro, u, o san Pablo, sacrificio; sino que dando gracias a Dios por las victorias que estos alcanzaron, implora su patrocinio, para que los mismos santos de quienes hacemos memoria en la tierra, se dignen interceder por nosotros en el cielo.
Y siendo conveniente que las cosas santas se manejen santamente; constando ser este sacrificio el más santo de todos; estableció muchos siglos ha la Iglesia católica, para que se ofreciese, y recibiese digna y reverentemente, el sagrado Cánon, tan limpio de todo error, que nada incluye que no de a entender en sumo grado, cierta santidad y piedad, y levante a Dios los ánimos de los que sacrifican; porque el Cánon consta de las mismas palabras del Señor, y de las tradiciones de los Apóstoles, así como también de los piadosos estatutos de los santos Pontífices.
Siendo tal la naturaleza de los hombres, que no se pueda elevar fácilmente a la meditación de las cosas divinas sin auxilios, o medios extrínsecos; nuestra piadosa madre la Iglesia estableció por esta causa ciertos ritos, es a saber, que algunas cosas de la Misa se pronuncien en voz baja, y otras con voz más elevada. Además de esto se valió de ceremonias, como bendiciones místicas, luces, inciensos, ornamentos, y otras muchas cosas de este género, por enseñanza y tradición de los Apóstoles; con el fin de recomendar por este medio la majestad de tan grande sacrificio, y excitar los ánimos de los fieles por estas señales visibles de religión y piedad a la contemplación de los altísimos misterios, que están ocultos en este sacrificio.
Quisiera por cierto el sacrosanto Concilio que todos los fieles que asistiesen a las Misas comulgasen en ellas, no sólo espiritualmente, sino recibiendo también sacramentalmente la Eucaristía; para que de este modo les resultase fruto más copioso de este santísimo sacrificio. No obstante, aunque no siempre se haga esto, no por eso condena como privadas e ilícitas las Misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente, sino que por el contrario las aprueba, y las recomienda; pues aquellas Misas se deben también tener con toda verdad por comunes de todos; parte porque el pueblo comulga espiritualmente en ellas, y parte porque se celebran por un ministro público de la Iglesia, no sólo por sí, sino por todos los fieles, que son miembros del cuerpo de Cristo.
Amonesta además el santo Concilio, que es precepto de la Iglesia que los sacerdotes mezclen agua con el vino que han de ofrecer en el cáliz; ya porque se cree que así lo hizo Cristo nuestro Señor; ya también porque salió agua y juntamente sangre de su costado, en cuya mezcla se nos recuerda aquel misterio; y llamando el bienaventurado Apóstol san Juan a los pueblos Aguas, se representa la unión del mismo pueblo fiel con su cabeza Cristo.
Aunque la Misa incluya mucha instrucción para el pueblo fiel; sin embargo no ha parecido conveniente a los Padres que se celebre en todas partes en lengua vulgar. Con este motivo manda el santo Concilio a los Pastores, y a todos los que tienen cura de almas, que conservando en todas partes el rito antiguo de cada iglesia, aprobado por la santa Iglesia Romana, madre y maestra de todas las iglesias, con el fin de que las ovejas de Cristo no padezcan hambre, o los párvulos pidan pan, y no haya quien se lo parta; expongan frecuentemente, o por sí, o por otros, algún punto de los que se leen en la Misa, en el tiempo en que esta se celebra, y entre los demás declaren, especialmente en los domingos y días de fiesta, algún misterio de este santísimo sacrificio.
Por cuanto se han esparcido con este tiempo muchos errores contra estas verdades de fe, fundadas en el sacrosanto Evangelio, en las tradiciones de los Apóstoles, y en la doctrina de los santos Padres; y muchos enseñan y disputan muchas cosas diferentes; el sacrosanto Concilio, después de graves y repetidas ventilaciones, tenidas con madurez, sobre estas materias; ha determinado por consentimiento unánime de todos los Padres, condenar y desterrar de la santa Iglesia por medio de los Cánones siguientes todos los errores que se oponen a esta purísima fe, y sagrada doctrina.
CAN. I. Si alguno dijere, que no se ofrece a Dios en la Misa verdadero y propio sacrificio; o que el ofrecerse este no es otra cosa que darnos a Cristo para que le comamos; sea excomulgado.
CAN. II. Si alguno dijere, que en aquellas palabras: Haced esto en mi memoria, no instituyó Cristo sacerdotes a los Apóstoles, o que no los ordenó para que ellos, y los demás sacerdotes ofreciesen su cuerpo y su sangre; sea excomulgado.
CAN. III. Si alguno dijere, que el sacrificio de la Misa es solo sacrificio de alabanza, y de acción de gracias, o mero recuerdo del sacrificio consumado en la cruz; mas que no es propiciatorio; o que sólo aprovecha al que le recibe; y que no se debe ofrecer por los vivos, ni por los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones, ni otras necesidades; sea excomulgado.
CAN. IV. Si alguno dijere, que se comete blasfemia contra el santísimo sacrificio que Cristo consumó en la cruz, por el sacrificio de la Misa; o que por este se deroga a aquel; sea excomulgado.
CAN. V. Si alguno dijere, que es impostura celebrar Misas en honor de los santos, y con el fin de obtener su intercesión para con Dios, como intenta la Iglesia; sea excomulgado.
CAN. VI. Si alguno dijere, que el Cánon de la Misa contiene errores, y que por esta causa se debe abrogar; sea excomulgado.
CAN. VII. Si alguno dijere, que las ceremonias, vestiduras y signos externos, que usa la Iglesia católica en la celebración de las Misas, son más bien incentivos de impiedad, que obsequios de piedad; sea excomulgado.
CAN. VIII. Si alguno dijere, que las Misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente son ilícitas, y que por esta causa se deben abrogar; sea excomulgado.
CAN. IX. Si alguno dijere, que se debe condenar el rito de la Iglesia Romana, según el que se profieren en voz baja una parte del Cánon, y las palabras de la consagración; o que la Misa debe celebrarse sólo en lengua vulgar, o que no se debe mezclar el agua con el vino en el cáliz que se ha de ofrecer, porque esto es contra la institución de Cristo; sea excomulgado.
Cuánto cuidado se deba poner para que se celebre, con todo el culto y veneración que pide la religión, el sacrosanto sacrificio de la Misa, fácilmente podrá comprenderlo cualquiera que considere, que llama la sagrada Escritura maldito el que ejecuta con negligencia la obra de Dios. Y si necesariamente confesamos que ninguna otra obra pueden manejar los fieles cristianos tan santa, ni tan divina como este tremendo misterio, en el que todos los días se ofrece a Dios en sacrificio por los sacerdotes en el altar aquella hostia vivificante, por la que fuimos reconciliados con Dios Padre; bastante se deja ver también que se debe poner todo cuidado y diligencia en ejecutarla con cuanta mayor inocencia y pureza interior de corazón, y exterior demostración de devoción y piedad se pueda. Y constando que se han introducido ya por vicio de los tiempos, ya por descuido y malicia de los hombres, muchos abusos ajenos de la dignidad de tan grande sacrificio; decreta el santo Concilio para restablecer su debido honor y culto, a gloria de Dios y edificación del pueblo cristiano, que los Obispos Ordinarios de los lugares cuiden con esmero, y estén obligados a prohibir, y quitar todo lo que ha introducido la avaricia, culto de los ídolos; o la irreverencia, que apenas se puede hallar separada de la impiedad; o la superstición, falsa imitadora de la piedad verdadera. Y para comprender muchos abusos en pocas palabras; en primer lugar, prohiban absolutamente (lo que es propio de la avaricia) las condiciones de pags de cualquier especie, los contratos y cuanto se da por la celebración de las Misas nuevas, igualmente que las importunas, y groseras cobranzas de las limosnas, cuyo nombre merecen más bien que el de demandas, y otros abusos semejantes que no distan mucho del pecado de simonía, o a lo menos de una sórdida ganancia. Después de esto, para que se evite toda irreverencia, ordene cada Obispo en sus diócesis, que no se permita celebrar Misa a ningún sacerdote vago y desconocido. Tampoco permitan que sirva al altar santo, o asista a los oficios ningún pecador público y notorio: ni toleren que se celebre este santo sacrificio por seculares, o regulares, cualesquiera que sean, en casas de particulares, ni absolutamente fuera de la iglesia y oratorios únicamente dedicados al culto divino, los que han de señalar, y visitar los mismos Ordinarios, con la circunstancia no obstante, de que los concurrentes declaren con la decente y modesta compostura de su cuerpo, que asisten a él no sólo con el cuerpo, sino con el ánimo y afectos devotos de su corazón. Aparten también de sus iglesias aquellas músicas en que ya con el órgano, ya con el canto se mezclan cosas impuras y lascivas; así como toda conducta secular, conversaciones inútiles, y consiguientemente profanas, paseos, estrépitos y vocerías; para que, precavido esto, parezca y pueda con verdad llamarse casa de oración la casa del Señor. Ultimamente, para que no se de lugar a ninguna superstición, prohiban por edictos, y con imposición de penas que los sacerdotes celebren fuera de las horas debidas, y que se valgan en la celebración de las Misas de otros ritos, o ceremonias, y oraciones que de las que estén aprobadas por la Iglesia, y adoptadas por el uso común y bien recibido. Destierren absolutamente de la Iglesia el abuso de decir cierto número de Misas con determinado número de luces, inventado más bien por espíritu de superstición que de verdadera religión; y enseñen al pueblo cuál es, y de dónde proviene especialmente el fruto preciosísimo y divino de este sacrosanto sacrificio. Amonesten igualmente su pueblo a que concurran con frecuencia a sus parroquias, por lo menos en los domingos y fiestas más solemnes. Todas estas cosas, pues, que sumariamente quedan mencionadas, se proponen a todos los Ordinarios de los lugares en términos de que no sólo las prohiban o manden, las corrijan o establezcan; sino todas las demás que juzguen conducentes al mismo objeto, valiéndose de la autoridad que les ha concedido el sacrosanto Concilio, y también aun como delegados de la Sede Apostólica, obligando los fieles a observarlas inviolablemente con censuras eclesiásticas, y otras penas que establecerán a su arbitrio: sin que obsten privilegios algunos, exenciones, apelaciones, ni costumbres.
El mismo sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados de la Sede Apostólica, ha determinado establecer en la presente Sesión lo que se sigue en prosecución de la materia de la reforma.
No hay cosa que vaya disponiendo con más constancia los fieles a la piedad y culto divino, que la vida y ejemplo de los que se han dedicado a los sagrados ministerios; pues considerándoles los demás como situados en lugar superior a todas las cosas de este siglo, ponen los ojos en ellos como en un espejo, de donde toman ejemplos que imitar. Por este motivo es conveniente que los clérigos, llamados a ser parte de la suerte del Señor, ordenen de tal modo toda su vida y costumbres, que nada presenten en sus vestidos, porte, pasos, conversación y todo lo demás, que no manifieste a primera vista gravedad, modestia y religión. Huyan también de las culpas leves, que en ellos serían gravísimas; para inspirar así a todos veneración con sus acciones. Y como a proporción de la mayor utilidad, y ornamento que da esta conducta a la Iglesia de Dios, con tanta mayor diligencia se debe observar; establece el santo Concilio que guarden en adelante, bajo las mismas penas, o mayores que se han de imponer a arbitrio del Ordinario, cuanto hasta ahora se ha establecido, con mucha extensión y provecho, por los sumos Pontífices, y sagrados concilios sobre la conducta de vida, honestidad, decencia y doctrina que deben mantener los clérigos; así como sobre el fausto, convitonas, bailes, dados, juegos y cualesquiera otros crímenes; e igualmente sobre la aversión con que deben huir de los negocios seculares; sin que pueda suspender ninguna apelación la ejecución de este decreto perteneciente a la corrección de las costumbres. Y si hallaren que el uso contrario ha anulado algunas de aquellas disposiciones, cuiden de que se pongan en práctica lo más presto que pueda ser, y que todos las observen exactamente, sin que obsten costumbres algunas cualesquiera que sean; para que haciéndolo así, no tengan que pagar los mismos Ordinarios a la divina justicia las penas correspondientes a su descuido en la enmienda de sus súbditos.
Cualquiera que en adelante haya de ser electo para gobernar iglesias catedrales, debe estar plenamente adornado no sólo de las circunstancias de nacimiento, edad, costumbres, conducta de vida, y todo lo demás que requieren los sagrados Cánones; sino que también ha de estar constituido de antemano, a lo menos por el tiempo de seis meses, en las sagradas órdenes; debiendo tomarse los informes sobre todas estas circunstancias, a no haber noticia alguna de él en la curia, o ser muy recientes las que haya, de los Legados de la Sede Apostólica, o de los Nuncios de las provincias, o de su Ordinario, y en defecto de este, de los Ordinarios más inmediatos. Además de esto, ha de estar instruido de manera que pueda desempeñar las obligaciones del cargo que se le ha de conferir; y por esta causa ha de haber obtenido antes legítimamente en universidad de estudios el grado de maestro, o doctor, o licenciado en sagrada teología, o derecho canónico; o se ha de comprobar por medio de testimonio público de alguna Academia, que es idóneo para enseñar a otros. Si fuere Regular, tenga certificaciones equivalentes de los superiores de su religión. Y todos los mencionados de quienes se ha de tomar el conocimiento y testimonios, estén obligados a darlos con veracidad y de balde; y a no hacerlo así, tendrán entendido que han gravado mortalmente sus conciencias, y que tendrán a Dios, y a sus superiores por jueces, que tomarán la satisfacción correspondiente de ellos.
Los Obispos, aun como delegados Apostólicos, puedan repartir la tercera parte de cualesquiera frutos y rentas de todas las dignidades, personados y oficios que existen en las iglesias catedrales o colegiatas, en distribuciones que han de asignar a su arbitrio; es a saber, con el objeto de que no cumpliendo las personas que las obtienen, en cualquier día de los establecidos, el servicio personal que les competa en la iglesia, según la forma que prescriban los Obispos, pierdan la distribución de aquel día, sin que de modo alguno adquieran su dominio, sino que se ha de aplicar a la fábrica de la iglesia, si lo necesitare, o a otro lugar piadoso, a voluntad del Ordinario. Si persistieren contumaces, procedan contra ellos según lo establecido en los sagrados cánones. Mas si alguna de las mencionadas dignidades, por derecho o costumbre, no tuvieren en las catedrales o colegiatas jurisdicción, administración u oficio, pero sí tengan a su cargo cura de almas en las diócesis fuera de la ciudad, a cuyo desempeño quiera dedicarse el que obtiene la dignidad; téngase presente en este caso por todo el tiempo que residiere y sirviere en la iglesia curada, como si estuviese presente, y asistiese a los divinos oficios en las catedrales y colegiatas. Esta disposición se ha de entender sólo respecto de aquellas iglesias en que no hay estatuto alguno, ni costumbre de que las mencionadas dignidades que no residen, pierdan alguna cosa que ascienda a la tercera parte de los frutos y rentas referidas; sin que sirvan de obstáculo ningunas costumbres, aunque sean inmemoriales, exenciones y estatutos, aun confirmados con juramento, y cualquiera otra autoridad.
No tenga voz en los cabildos de las catedrales o colegiatas, seculares o regulares, ninguno que dedicado en ellas a los divinos oficios, no esté ordenado a lo menos de subdiácono, aunque los demás capitulares se la hayan concedido libremente. Y los que obtienen, u obtuvieren en adelante en dichas iglesias dignidades, personados, oficios, prebendas, porciones y cualesquiera otros beneficios, a los que están anexas varias cargas; es a saber, que unos digan, o canten misas, otros evangelios y otras epístolas; estén obligados, por privilegio, exención, prerrogativa o nobleza que tengan, a recibir dentro de un año, cesando todo justo impedimento, los órdenes requeridos; de otro modo incurran en las penas contenidas en la constitución del concilio de Viena, que principia: Ut ii, qui; la que este santo Concilio renueva por el presente decreto; debiendo obligarlos los Obispos a que ejerzan por sí mismos en los días determinados las dichas órdenes, y cumplan todos los demás oficios con que deben contribuir al culto divino, bajo las penas mencionadas, y otras más graves que impongan a su arbitrio. Ni se haga en adelante estas provisiones en otras personas que en las que conozca tienen ya la edad y todas las demás circunstancias requeridas; y a no ser así, quede írrita la provisión.
Las dispensas que se hayan de conceder, por cualquiera autoridad que sea, si se cometieren fuera de la curia Romana, cométanse a los Ordinarios de las personas que las impetren. Mas no tengan efecto las que se concedieren graciosamente, si examinadas primero sólo sumaría y extrajudicialmente por los mismos Ordinarios, como delegados Apostólicos, no hallasen estos que las preces expuestas carecen del vicio de obrepción o subrepción.
Conozcan los Obispos sumaria y extrajudicialmente, como delegados de la Sede Apostólica, de las conmutaciones de las últimas voluntades, que no deberán hacerse sino por justa y necesaria causa; ni se pasará a ponerlas en ejecución sin que primero les conste que no se expresó en las preces ninguna cosa falsa, ni se ocultó la verdad.
Estén obligados los Legados y Nuncios Apostólicos, los Patriarcas, Primados y Metropolitanos a observar en las apelaciones interpuestas para ante ellos, en cualesquiera causas, tanto para admitirlas, como para conceder las inhibiciones después de la apelación, la forma y tenor de las sagradas constituciones, en especial la de Inocencio IV, que principia: Romana; sin que obsten en contrario costumbre alguna, aunque sea inmemorial, estilo, o privilegio: de otro modo sean ipso jure nulas las inhibiciones, procesos y demás autos que se hayan seguido.
Los Obispos, aun como delegados de la Sede Apostólica, sean en los casos concedidos por derecho, ejecutores de todas las disposiciones piadosas hechas tanto por la última voluntad, como entre vivos: tengan también derecho de visitar los hospitales y colegios, sean los que fuesen, así como las cofradías de legos, aun las que llaman escuelas, o tienen cualquiera otro nombre; pero no las que están bajo la inmediata protección de los Reyes, a no tener su licencia. Conozcan también de oficio, y hagan que tengan el destino correspondiente, según lo establecido en los sagrados cánones, las limosnas de los montes de piedad o caridad, y de todos los lugares piadosos, bajo cualquiera nombre que tengan, aunque pertenezca su cuidado a personas legas, y aunque los mismos lugares piadosos gocen el privilegio de exención; así como todas las demás fundaciones destinadas por su establecimiento al culto divino, y salvación de las almas, o alimento de los pobres; sin que obste costumbre alguna, aunque sea inmemorial, privilegio, ni estatuto.
Los administradores, así eclesiásticos como seculares de la fábrica de cualquiera iglesia, aunque sea catedral, hospital, cofradía, limosnas de monte de piedad, y de cualesquiera otros lugares piadosos, estén obligados a dar cuenta al Ordinario de su administración todos los años; quedando anuladas cualesquiera costumbres y privilegios en contrario; a no ser que por acaso esté expresamente prevenida otra cosa en la fundación o constituciones de la tal iglesia o fábrica. Mas si por costumbre, privilegio, u otra constitución del lugar, se debieren dar las cuentas a otras personas deputadas para esto; en este caso, se ha de agregar también a ellas el Ordinario; y los resguardos que no se den con estas circunstancias, de nada sirvan a dichos administradores.
Originándose muchísimos daños de la impericia de los notarios, y siendo esta ocasión de muchísimos pleitos; pueda el Obispo, aun como delegado de la Sede Apostólica, examinar cualesquiera notarios, aunque estén creados por autoridad Apostólica, Imperial o Real: y no hallándoseles idóneos, o hallando que algunas veces han delinquido en su oficio, prohibirles perpetuamente, o por tiempo limitado el uso, y ejercicio de su oficio en negocios, pleitos y causas eclesiásticas y espirituales; sin que su apelación suspenda la prohibición del Obispo.
Si la codicia, raíz de todos los males, llegare a dominar en tanto grado a cualquiera clérigo o lego, distinguido con cualquiera dignidad que sea, aun la Imperial o Real, que presumiere invertir en su propio uso, y usurpar por sí o por otros, con violencia, o infundiendo terror, o valiéndose también de personas supuestas, eclesiásticas o seculares, o con cualquiera otro artificio, color o pretexto, la jurisdicción, bienes, censos y derechos, sean feudales o enfitéuticos, los frutos, emolumentos, o cualesquiera obvenciones de alguna iglesia, o de cualquiera beneficio secular o regular, de montes de piedad, o de otros lugares piadosos, que deben invertirse en socorrer las necesidades de los ministros y pobres; o presumiere estorbar que los perciban las personas a quienes de derecho pertenecen; quede sujeto a la excomunión por todo el tiempo que no restituya enteramente a la iglesia, y a su administrador, o beneficiado las jurisdicciones, bienes, efectos, derechos, frutos y rentas que haya ocupado, o que de cualquiera modo hayan entrado en su poder, aun por donación de persona supuesta, y además de esto haya obtenido la absolución del Romano Pontífice. Y si fuere patrono de la misma iglesia, quede también por el mismo hecho privado del derecho de patronato, además de las penas mencionadas. El clérigo que fuese autor de este detestable fraude y usurpación, o consintiere en ella, quede sujeto a las mismas penas, y además de esto privado de cualesquiera beneficios, inhábil para obtener cualquiera otro, y suspenso, a voluntad de su Obispo, del ejercicio de sus órdenes, aun después de estar absuelto, y haber satisfecho enteramente.
Además de esto, habiendo reservado el mismo sacrosanto Concilio en la Sesión antecedente para examinar y definir, siempre que después se le presentase ocasión oportuna, dos artículos propuestos en otra ocasión, y entonces no examinados; es a saber: Si las razones que tuvo la santa Iglesia católica, para dar la comunión a los legos, y a los sacerdotes cuando no celebran, bajo sola la especie de pan, han de subsistir en tanto vigor, que por ningún motivo se permita a ninguno el uso del cáliz; y el segundo artículo: Si pareciendo, en fuerza de algunos honestos motivos, conforme a la caridad cristiana, que se deba conceder el uso del cáliz a alguna nación o reino, haya de ser bajo de algunas condiciones, y cuáles sean estas: determinado ahora a dar providencia sobre este punto del modo más conducente a la salvación de las personas por quienes se hace la súplica, ha decretado: Se remita este negocio, como por el presente decreto lo remite, a nuestro santísimo señor el Papa, quien con su singular prudencia hará lo que juzgare útil a la República cristiana, y saludable a los que pretenden el uso del cáliz.
ASIGNACIÓN DE LA SESIÓN SIGUIENTE
Además de esto, señala el mismo sacrosanto Concilio Tridentino para día de la Sesión futura la feria quinta después de la octava de la fiesta de todos los Santos, que será el 12 del mes de noviembre, y en ella se harán los decretos sobre los sacramentos del Orden y del Matrimonio, etc.
Prorrógose la Sesión al día 15 de julio de 1563.
SESION XXIII
Que es la VII celebrada en tiempo del sumo Pontífice Pío IV en 15 de julio de 1563.
Verdadera y católica doctrina del sacramento del Orden, decretada y publicada por el santo Concilio de Trento en la Sesión VII, para condenar los errores de nuestro tiempo.
El sacrificio y el sacerdocio van de tal modo unidos por disposición divina, que siempre ha habido uno y otro en toda ley. Habiendo pues recibido la Iglesia católica, por institución del Señor, en el nuevo Testamento, el santo y visible sacrificio de la Eucaristía; es necesario confesar también, que hay en la Iglesia un sacerdocio nuevo, visible y externo, en que se mudó el antiguo. Y que el nuevo haya sido instituido por el mismo Señor y Salvador, y que el mismo Cristo haya también dado a los Apóstoles y sus sucesores en el sacerdocio la potestad de consagrar, ofrecer y administrar su cuerpo y sangre, así como la de perdonar y retener los pecados; lo demuestran las sagradas letras, y siempre lo ha enseñado la tradición de la Iglesia católica.
Siendo el ministerio de tan santo sacerdocio una cosa divina, fue congruente para que se pudiese ejercer con mayor dignidad y veneración, que en la constitución arreglada y perfecta de la Iglesia, hubiese muchas y diversas graduaciones de ministros, quienes sirviesen por oficios al sacerdocio, distribuidos de manera que los que estuviesen distinguidos con la tonsura clerical, fuesen ascendiendo de las menores órdenes a las mayores; pues no sólo menciona la sagrada Escritura claramente los sacerdotes, sino también los diáconos; enseñando con gravísimas palabras qué cosas en especial se han de tener presentes para ordenarlos: y desde el mismo principio de la Iglesia se conoce que estuvieron en uso, aunque no en igual graduación, los nombres de las órdenes siguientes, y los ministerios peculiares de cada una de ellas; es a saber, del subdiácono, acólito, exorcista, lector y ostiario o portero; pues los Padres y sagrados concilios numeran el subdiaconado entre las órdenes mayores, y hallamos también en ellos con suma frecuencia la mención de las otras inferiores.
Constando claramente por testimonio de la divina Escritura, de la tradición Apostólica, y del consentimiento unánime de los Padres, que el orden sagrado, que consta de palabras y señales exteriores, confiere gracia; ninguno puede dudar que el orden es verdadera y propiamente uno de los siete Sacramentos de la santa Iglesia; pues el Apóstol dice: Te amonesto que despiertes la gracia de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos: porque el espíritu que el Señor nos ha dado no es de temor, sino de virtud, de amor y de sobriedad.
Y por cuanto en el sacramento del Orden, así como en el Bautismo y Confirmación, se imprime un carácter que ni se puede borrar, ni quitar, con justa razón el santo Concilio condena la sentencia de los que afirman que los sacerdotes del nuevo Testamento sólo tienen potestad temporal, o por tiempo limitado, y que los legítimamente ordenados pueden pasar otra vez a legos, sólo con que no ejerzan el ministerio de la predicación. Porque cualquiera que afirmase que todos los cristianos son promiscuamente sacerdotes del nuevo Testamento, o que todos gozan entre sí de igual potestad espiritual; no haría más que confundir la jerarquía eclesiástica, que es en sí como un ejército ordenado en la campaña; y sería lo mismo que si contra la doctrina del bienaventurado san Pablo, todos fuesen Apóstoles, todos Profetas, todos Evangelistas, todos Pastores y todos Doctores. Movido de esto, decalra el santo Concilio, que además de los otros grados eclesiásticos, pertenecen en primer lugar a este orden jerárquico, los Obispos, que han sucedido en lugar de los Apóstoles; que están puestos por el Espíritu Santo, como dice el mismo Apóstol, para gobernar la Iglesia de Dios; que son superiores a los presbíteros; que confieren el sacramento de la Confirmación; que ordenan los ministros de la Iglesia, y pueden ejecutar otras muchas cosas, en cuyas funciones no tienen potestad alguna los demás ministros de orden inferior. Enseña además el santo Concilio, que para la ordenación de los Obispos, de los sacerdotes, y demás órdenes, no se requiere el consentimiento, ni la vocación, ni autoridad del pueblo, ni de ninguna potestad secular, ni magistrado, de modo que sin ella queden nulas las órdenes; antes por el contrario decreta, que todos los que destinados e instituidos sólo por el pueblo, o potestad secular, o magistrado, ascienden a ejercer estos ministerios, y los que se los arrogan por su propia temeridad, no se deben estimar por ministros de la Iglesia, sino por rateros y ladrones que no han entrado por la puerta. Estos son los puntos que ha parecido al sagrado Concilio enseñar generalmente a los fieles cristianos sobre el sacramento del Orden; resolviendo al mismo tiempo condenar la doctrina contraria a ellos, en propios y determinados cánones, del modo que se va a exponer, para que siguiendo todos, con el auxilio de Jesucristo, esta regla de fe, puedan entre las tinieblas de tantos errores, conocer fácilmente las verdades católicas, y conservarlas.
CAN. I. Si alguno dijere, que no hay en el nuevo Testamento sacerdocio visible y externo; o que no hay potestad alguna de consagrar, y ofrecer el verdadero cuerpo y sangre del Señor, ni de perdonar o retener los pecados; sino sólo el oficio, y mero ministerio de predicar el Evangelio; o que los que no predican no son absolutamente sacerdotes; sea excomulgado.
CAN. II. Si alguno dijere, que no hay en la Iglesia católica, además del sacerdocio, otras órdenes mayores, y menores, por las cuales, como por ciertos grados, se ascienda al sacerdocio; sea excomulgado.
CAN. III. Si alguno dijere, que el Orden, o la ordenación sagrada, no es propia y verdaderamente Sacramento establecido por Cristo nuestro Señor; o que es una ficción humana inventada por personas ignorantes de las materias eclesiásticas; o que sólo es cierto rito para elegir los ministros de la palabra de Dios, y de los Sacramentos; sea excomulgado.
CAN. IV. Si alguno dijere, que no se confiere el Espíritu Santo por la sagrada ordenación, y que en consecuencia son inútiles estas palabras de los Obispos: Recibe el Espíritu Santo; o que el Orden no imprime carácter; o que el que una vez fue sacerdote, puede volver a ser lego; sea excomulgado.
CAN. V. Si alguno dijere, que la sagrada unción de que usa la Iglesia en la colación de las sagradas órdenes, no sólo no es necesaria, sino despreciable y perniciosa, así como las otras ceremonias del Orden; sea excomulgado.
CAN. VI. Si alguno dijera, que no hay en la Iglesia católica jerarquía establecida por institución divina, la cual consta de Obispos, presbíteros y ministros; sea excomulgado.
CAN. VII. Si alguno dijere, que los Obispos no son superiores a los presbíteros; o que no tienen potestad de confirmar y ordenar; o que la que tienen es común a los presbíteros; o que las órdenes que confieren sin consentimiento o llamamiento del pueblo o potestad secular, son nulas; o que los que no han sido debidamente ordenados, ni enviados por potestad eclesiástica, ni canónica, sino que vienen de otra parte, son ministros legítimos de la predicación y Sacramentos; sea excomulgado.
CAN. VIII. Si alguno dijere, que los Obispos que son elevados a la dignidad episcopal por autoridad del Pontífice Romano, no son legítimos y verdaderos Obispos, sino una ficción humana; sea excomulgado.
El mismo sacrosanto Concilio de Trento, continuando la materia de la reforma, establece y decreta deben definirse las cosas que se siguen.
Estando mandado por precepto divino a todos los que tienen encomendada la cura de almas, que conozcan sus ovejas, ofrezcan sacrificio por ellas, las apacienten con la predicación de la divina palabra, con la administración de los Sacramentos, y con el ejemplo de todas las buenas obras; que cuiden paternalmnete de los pobres y otras personas infelices, y se dediquen a los demás ministerios pastorales; cosas todas que de ningún modo pueden ejecutar ni cumplir los que no velan sobre su rebaño, ni le asisten, sino le abandonan como mercenarios o asalariados; el sacrosanto Concilio los amonesta y exhorta a que, teniendo presentes los mandamientos divinos, y haciéndose el ejemplar de su grey, la apacienten y gobiernen en justicia y en verdad. Y para que los puntos que santa y útilmente se establecieron antes en tiempo de Paulo III de feliz memoria sobre la residencia, no se extiendan violentamente a sentidos contrarios a la mente del sagrado Concilio, como si en virtud de aquel decreto fuese lícito estar ausentes cinco meses continuos; el sacrosanto Concilio, insistiendo en ellos, declara que todos los Pastores que mandan, bajo cualquier nombre o título, en iglesias patriarcales, primadas, metropolitanas y catedrales, cualesquiera que sean, aunque sean Cardenales de la santa Romana Iglesia, están obligados a residir personalmente en su iglesia, o en la diócesis en que deban ejercer el ministerio que se les ha encomendado, y que no pueden estar ausentes sino por las causas, y del modo que se expresa en lo que sigue. Es a saber: cuando la caridad cristiana, las necesidades urgentes, obediencia debida y evidente utilidad de la Iglesia, y de la República, pidan y obliguen a que alguna vez algunos estén ausentes; decreta el sacrosanto Concilio, que el beatísimo Romano Pontífice, o el Metropolitano, o en ausencia de este, el Obispo sufragéneo más antiguo que resida, que es el mismo que deberá aprobar la ausencia del Metropolitano; deben dar por escrito la aprobación de las causas de la ausencia legítima; a no ser que ocurra esta por hallarse sirviendo algún empleo u oficio de la República, anejo a los Obispados; y como las causas de esto son notorias, y algunas veces repentinas, ni aun será necesario dar aviso de ellas al Metropolitano. Pertenecerá no obstante a este juzgar con el concilio provincial de las licencias que él mismo, o su sufragáneo haya concedido, y cuidar que ninguno abuse de este derecho, y que los contraventores sean castigados con las penas canónicas. Entre tanto tengan presente los que se ausentan, que deben tomar tales providencias sobre sus ovejas, que en cuanto pueda ser, no padezcan detrimento alguno por su ausencia. Y por cuanto los que se ausentan sólo por muy breve tiempo, no se reputan ausentes según sentencia de los antiguos cánones, pues inmediatamente tienen que volver; quiere el sacrosanto Concilio, que fuera de las causas ya expresadas, no pase, por ninguna circunstancia, el tiempo de esta ausencia, sea continuo, o sea interrumpido, en cada un año, de dos meses, o a lo más de tres; y que se tenga cuidado en no permitirla sino por causas justas, y sin detrimento alguno de la grey, dejando a la conciencia de los que se ausentan, que espera sea religiosa y timorata, la averiguación de si es así o no; pues los corazones están patentes a Dios, y su propio peligro los obliga a no proceder en sus obras con fraude ni simulación. Entre tanto los amonesta y exhorta en el Señor, que no falten de modo alguno a su iglesia catedral (a no ser que su ministerio pastoral los llame a otra parte dentro de su diócesis) en el tiempo de Adviento, Cuaresma, Natividad, Resurrección del Señor, ni en los días de Pentecostés y Corpus Christi, en cuyo tiempo principalmente deben restablecerse sus ovejas, y regocijarse en el Señor con la presencia de su Pastor. Si alguno no obstante, y ojalá que nunca o si suceda, estuviese ausente contra lo dispuesto en este decreto; establece el sacrosanto Concilio, que además de las penas impuestas y renovadas en tiempo de Paulo III contra los que no residen, y además del reato de culpa mortal en que incurre; no hace suyos los frutos, respectivamente al tiempo de su ausencia, ni se los puede retener con seguridad de conciencia, aunque no se siga ninguna otra intimación más que esta; sino que está obligado por sí mismo, o dejando de hacerlo será obligado por el superior eclesiástico, a distribuirlos en fábricas de iglesias, o en limosnas a los pobres del lugar, quedando prohibida cualquiera convnción o composición que llaman composición por frutos mal cobrados, y por la que también se le perdonasen en todo o en parte los mencionados frutos, sin que obsten privilegios ningunos concedidos a cualquiera colegio o fábrica. Esto mismo absolutamente declara y decreta el sacrosanto Concilio, aun en orden a la culpa, pérdida de los frutos y penas, respecto de los curas inferiores, y cualesquiera otros que obtienen algún beneficio eclesiástico con cura de almas; pero con la circunstancia de que siempre que estén ausentes, tomando antes el Obispo conocimiento de la causa y aprobándolo, dejen vicario idóneo que ha de aprobar el mismo Ordinario, con la debida asignación de renta. Ni obtengan la licencia de ausentarse, que se ha de conceder por escrito y de gracia, sino por grave causa, y no más que por el tiempo de dos meses. Y si citados por edicto, aunque no se les cite personalmente, fueren contumaces; quiere que sea libre a los Ordinarios obligarlos con censuras eclesiásticas, secuestro y privación de frutos, y otros remedios del derecho, aun hasta llegar a privarles de sus beneficios; sin que se pueda suspender esta ejecución por ningún privilegio, licencia, familiaridad, exención, ni aun por razón de cualquier beneficio que sea, ni por pacto, ni estatuto, aunque esté confirmado con juramento, o con cualquiera otra autoridad, ni tampoco por costumbre inmemorial, que más bien se debe reputar por corruptela, ni por apelación, ni inhibición, aunque sea en la Curia Romana, o en virtud de la constitución Eugeniana. Ultimamente manda el santo Concilio, que tanto el decreto de Paulo III como este mismo se publiquen en los sínodos provinciales y diocesanos; porque desea que cosas tan esenciales a la obligación de los Pastores, y a la salvación de las almas, se graben con repetidas intimaciones en los oídos y ánimos de todos, para que con el auxilio divino no las borre en adelante, ni la injuria de los tiempos, ni la falta de costumbre, ni el olvido de los hombres.
Los destinados al gobierno de iglesias catedrales o mayores que estas, bajo cualquier nombre y título que tengan, aunque sean Cardenales de la santa Iglesia Romana, si no se consagran dentro de tres meses, estén obligados a la restitución de los frutos que hayan percibido. Y si después de esto dejaren de consagrarse en otros tantos meses, queden privados de derecho de sus iglesias. Celébrese además la consagración, a no hacerse en la curia Romana, en la iglesia a que son promovidos, o en su provincia, si cómodamente puede ser.
Confieran los Obispos las órdenes por sí mismos; y si estuvieren impedidos por enfermedad, no den dimisorias a sus súbditos para que sean ordenados por otro Obispo, si antes no los hubieren examinado y aprobado.
No se ordenen de primera tonsura los que no hayan recibido el sacramento de la Confirmación; y no estén instruidos en los rudimentos de la fe; ni los que no sepan leer y escribir; ni aquellos de quienes se conjeture prudentemente que han elegido este género de vida con el fraudulento designio de eximirse de los tribunales seculares, y no con el de dar a Dios fiel culto.
Los que haya de ser promovidos a las órdenes menores, tengan testimonio favorable del párroco, y del maestro del estudio en que se educan. Y los que hayan de ser ascendidos a cualquiera de las mayores, preséntense un mes antes de ordenarse al Obispo, quien dará al párroco u a otro que le parezca más conveniente, la comisión para que propuestos públicamente en la iglesia los nombres, y resolución de los que pretendieren ser promovidos, tome diligentes informes de personas fidedignas sobre el nacimiento de los mismos ordenandos, su edad, costumbres y vida; y remita lo más presto que pueda al mismo Obispo las letras testimoniales, que contengan la averiguación o informes que ha hecho.
Ningún ordenado de primera tonsura, ni aun constituido en las órdenes menores, pueda obtener beneficio antes de los catorce años de edad. Ni este goce del privilegio de fuero eclesiástico si no tiene beneficio o si no vista hábito clerical, y lleva tonsura, y sirve para asignación del Obispo en alguna iglesia; o esté en algún seminario clerical, o en alguna escuela, o universidad con licencia del Obispo, como en camino para recibir las órdenes mayores. Respecto de los clérigos casados, se ha de observar la constitución de Bonifacio VIII, que principia: Clerici, qui cum unicis: con la circunstancia de que asignados estos clérigos por el Obispo al servicio o ministerio de alguna iglesia, sirvan o ministren en la misma, y usen de hábitos clericales y tonsura; sin que a ninguno excuse para esto privilegio alguno, o costumbre, aunque sea inmemorial.
Insistiendo el sagrado Concilio en la disciplina de los antiguos cánones, decreta que cuando el Obispo determinare hacer órdenes, convoque a la ciudad todos los que pretendieren ascender al sagrado ministerio, en la feria cuarta próxima a las mismas órdenes, o cuando al Obispo pareciere. Averigüe y examine con diligencia el mismo Ordinario, asociándose sacerdotes y otras personas prudentes instruidas en la divina ley, y ejercitadas en los cánones eclesiásticos, el linaje de los ordenandos, la persona, la edad, la crianza, las costumbres, la doctrina y la fe.
Las sagradas órdenes se han de hacer públicamente en los tiempos señalados por derecho, y en la iglesia catedral, llamados para esto y concurriendo los canónigos de la iglesia; mas si se celebran en otro lugar de la diócesis, búsquese siempre la iglesia más digna que pueda ser, hallándose presente el clero del lugar. Además de esto, cada uno ha de ser ordenado por su propio Obispo; y si pretendiese alguno ser promovido por otro, no se le permita de ninguna manera, ni aun con el pretexto de cualquier rescripto o privilegio general o particular, ni aun en los tiempos establecidos para las órdenes; a no ser que su Ordinario dé recomendable testimonio de su piedad y costumbres. Si se hiciere lo contrario; quede suspenso el que ordena por un año de conferir órdenes, y el ordenado del ejercicio de las que haya recibido, por todo el tiempo que pareciere conveniente a su propio Ordinario.
No pueda ordenar el Obispo a familiar suyo que no sea súbdito, como este no haya vivido con él por espacio de tres años; y confiérale inmediatamente un beneficio efectivo, si valerse de ningún fraude; sin que obste en contrario costumbre alguna, aunque sea inmemorial.
No sea permitido en adelante a los Abades, ni a ningunos otros, por exentos que sean, como estén dentro de los términos de alguna diócesis, aunque no pertenezcan a alguna, y se llamen exentos, conferir la tonsura, o las órdenes menores a ninguno que no fuere regular y súbdito suyo; ni los mismos Abades, ni otros exentos, o colegios, o cabildos, sean los que fueren, aun los de iglesias catedrales, concedan dimisorias a clérigos ningunos seculares, para que otros los ordenen; sino que la ordenación de todos estos ha de pertenecer a los Obispos dentro de cuyos Obispados estén, dándose entero cumplimiento a todo lo que se contiene en los decretos de este santo Concilio; sin que obsten ningunos privilegios, prescripciones, o costumbres, aunque sean inmemoriales. Manda también que la pena impuesta a los que impetran, contra el decreto de este santo Concilio, hecho en tiempo de Paulo III, dimisorias del cabildo episcopal en sede vacante; se extienda a los que obtuviesen dichas dimisorias, no del cabildo, sino de otros cualesquiera que sucedan en la jurisdicción al Obispo en lugar del cabildo, en tiempo de la vacante. Los que concedan dimisorias contra la forma de este decreto, queden suspensos de derecho de su oficio y beneficio por un año.
Las órdenes menores se han de conferir a los que entiendan por lo menos la lengua latina, mediando el intervalo de las témporas, si no pareciere al Obispo más conveniente otra cosa, para que con esto puedan instruirse con más exactitud de cuán grave peso es el que impone esta disciplina; debiendo ejercitarse, a voluntad del Obispo, en cada uno de estos grados; y esto, en la iglesia a que se hallen asignados, si acaso no están ausentes por causa de sus estudios; pasando de tal modo de un grado a otro, que con la edad crezcan en ellos el mérito de la vida, y la mayor instrucción; lo que comprobarán principalmente el ejemplo de sus buenas costumbres, su continuo servicio en la iglesia, y su mayor reverencia a los sacerdotes, y a los de otras órdenes mayores, así como la mayor frecuencia que antes en la comunión del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo. Y siendo estos grados menores la entrada para ascender a los mayores, y a los misterios más sacrosantos, no se confieran a ninguno que no se manifieste digno de recibir las órdenes mayores por las esperanzas que prometa de mayor sabiduría. Ni estos sean promovidos a las sagradas órdenes sino un año después que recibieron el último grado de las menores, a no pedir otra cosa la necesidad, o utilidad de la Iglesia, a juicio del Obispo.
Ninguno en adelante sea promovido a subdiácono antes de tener veinte y dos años de edad, ni a diácono antes de veinte y tres, ni a sacerdotes antes de veinte y cinco. Sepan no obstante los Obispos, que no todos los que se hallen en esta edad deben ser elegidos para las sagradas órdenes, sino sólo los dignos, y cuya recomendable conducta de vida sea de anciano. Tampoco se ordenen los regulares de menor edad, ni sin el diligente examen del Obispo; quedando excluidos enteramente cualesquiera privilegios en este punto.
Ordénense de subdiáconos y diáconos los que tuvieron favorable testimonio de su conducta, y hayan merecido aprobación en las órdenes menores, y estén instruidos en las letras, y en lo que pertenece al ministerio de su orden. Los que con la divina gracia esperaren poder guardar continencia, sirvan en las iglesias a que estén asignados, y sepan que sobre todo es conveniente a su estado, que reciban la sagrada comunión a lo menos en los domingos y días de fiesta en que sirvieren al altar. No se permita, a no tener el Obispo por más conveniente otra cosa, a los promovidos a la sagrada orden del subdiaconado, ascender a más alto grado, si por un año a lo menos no se han ejercitado en él. Tampoco se confieran en un mismo día dos órdenes sagradas, ni aun a los regulares; sin que obsten privilegios ningunos, ni cualesquiera indultos que hayan concedido a cualquiera.
Los que se hayan portado con probidad y fidelidad en los ministerios que antes han ejercido, y son promovidos al orden del sacerdocio, han de tener testimonios favorables de su conducta, y sean no sólo los que han servido de diáconos un año entero, por lo menos, a no ser que el Obispo por la utilidad o necesidad de la iglesia dispusiese otra cosa, sino los que también se hallen ser idóneos, precediendo diligente examen, para administrar los Sacramentos, y para enseñar al pueblo lo que es necesario que todos sepan para su salvación; y además de esto, se distingan tanto por su piedad y pureza de costumbres, que se puedan esperar de ellos ejemplos sobresalientes de buena conducta, y saludables consejos de buena vida. Cuide también el Obispo que los sacerdotes celebren misa a lo menos en los domingos, y días solemnes; y si tuvieren cura de almas, con tanta frecuencia, cuanta fuere menester para desempeñar su obligación. Respecto de los promovidos per saltum, pueda dispensar el Obispo con causa legítima, si no hubieren ejercido sus funciones.
Aunque reciban los presbíteros en su ordenación la potestad de absolver de los pecados; decreta no obstante el santo Concilio, que nadie, aunque sea Regular, pueda oír de confesión a los seculares, aunque estos sean sacerdotes, ni tenerse por idóneo para oírles; como no tenga algún beneficio parroquial; o los Obispos, por medio del examen, si les pareciere ser este necesario, o de otro modo, le juzguen idóneo; y obtenga la aprobación, que se le debe conceder de gracia; sin que obsten privilegios, ni costumbre alguna, aunque sea inmemorial.
No debiendo ordenarse ninguno que a juicio de su Obispo no sea útil o necesario a sus iglesias; establece el santo Concilio, insistiendo en lo decretado por el cánon sexto del concilio de Calcedonia, que ninguno sea ordenado en adelante que no se destine a la iglesia, o lugar de piedad, por cuya necesidad, o utilidad es ordenado, para que ejerza en ella sus funciones, y no ande vagando sin obligación a determinada iglesia. Y en caso de que abandone su lugar, sin dar aviso de ello al Obispo; prohíbasele el ejercicio de las sagradas órdenes. Además de esto, no se admita por ningún Obispo clérigo alguno de fuera de su diócesis a celebrar los misterios divinos, ni administrar los Sacramentos, sin letras testimoniales de su Ordinario.
El santo Concilio con el fin de que se restablezca, según los sagrados cánones, el antiguo uso de las funciones de las santas órdenes desde el diaconado hasta el ostiariato, loablemente adoptadas en la Iglesia desde los tiempos Apostólicos, e interrumpidas por tiempo en muchos lugares; con el fin también de que no las desacrediten los herejes, notándolas de superfluas; y deseando ardientemente el restablecimiento de esta antigua disciplina; decreta que no se ejerzan en adelante dichos ministerios, sino por pesonas constituidas en las órdenes mencionadas; y exhortando en el Señor a todos y a cada uno de los Prelados de las iglesias, les manda que cuiden con el esmero posible de restablecer estos oficios en las catedrales, colegiatas y parroquiales de sus diócesis, si el vecindario de sus pueblos, y las rentas de la iglesia pueden sufragar a esta carga; asignando los estipendios de una parte de las rentas de algunos beneficios simples, o de la fábrica de la iglesia, si tienen abundante renta, o juntamente de los beneficios y de la fábrica, a las personas que ejerzan estas funciones; las que si fueren negligentes, podrán ser multadas en parte de sus estipendios, o privadas del todo, según pareciere al Ordinario. Y si no hubiese a mano clérigos celibatos para ejercer los ministerios de las cuatro órdenes menores; podrán suplir por ellos, aun casados de buena vida, con tal que no sean bigamos, y sean capaces de ejercer dichos ministerios; debiendo también llevar en la iglesia hábitos clericales, y estar tonsurados.
Siendo inclinada la adolescencia a seguir los deleites mundanales, si no se la dirige rectamente, y no perseverando jamás en la perfecta observancia de la disciplina eclesiástica, sin un grandísimo y especialísimo auxilio de Dios, a no ser que desde sus más tiernos años y antes que los hábitos viciosos lleguen a dominar todo el hombre, se les dé crianza conforme a la piedad y religión; establece el santo Concilio que todas las catedrales, metropolitanas, e iglesias mayores que estas tengan obligación de mantener, y educar religiosamente, e instruir en la disciplina eclesiástica, según las facultades y extensión de la diócesis, cierto número de jóvenes de la misma ciudad y diócesis, o a no haberlos en estas, de la misma provincia, en un colegio situado cerca de las mismas iglesias, o en otro lugar oportuno a elección del Obispo. Los que se hayan de recibir en este colegio tengan por lo menos doce años, y sean de legítimo matrimonio; sepan competentemente leer y escribir, y den esperanzas por su buena índole e inclinaciones de que siempre continuarán sirviendo en los ministerios eclesiásticos. Quiere también que se elijan con preferencia los hijos de los pobres, aunque no excluye los de los más ricos, siempre que estos se mantengan a sus propias expensas, y manifiesten deseo de servir a Dios y a la Iglesia. Destinará el Obispo, cuando le parezca conveniente, parte de estos jóvenes (pues todos han de estar divididos en tantas clases cuantas juzgue oportunas según su número, edad y adelantamiento en la disciplina eclesiástica) al servicio de las iglesias; parte detendrá para que se instruyan en los colegios, poniendo otros en lugar de los que salieren instruidos, de suerte que sea este colegio un plantel perenne de ministros de Dios. Y para que con más comodidad se instruyan en la disciplina eclesiástica, recibirán inmediatamente la tonsura, usarán siempre de hábito clerical; aprenderán gramática, canto, cómputo eclesiástico, y otras facultades útiles y honestas; tomarán de memoria la sagrada Escritura, los libros eclesiásticos, homilías de los Santos, y las fórmulas de administrar los Sacramentos, en especial lo que conduce a oír las confesiones, y las de los demás ritos y ceremonias. Cuide el Obispo de que asistan todos los días al sacrificio de la misa, que confiesen sus pecados a lo menos una vez al mes, que reciban a juicio del confesor el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, y sirvan en la catedral y otras iglesias del pueblo en los días festivos. El Obispo con el consejo de dos canónigos de los más ancianos y graves, que él mismo elegirá, arreglará, según el Espíritu Santo le sugiriere, estas y otras cosas que sean oportunas y necesarias, cuidando en sus frecuentes visitas, de que siempre se observen. Castigarán gravemente a los díscolos, e incorregibles, y a los que diesen mal ejemplo; expeliéndolos también si fuese necesario; y quitando todos los obstáculos que hallen, cuidarán con esmero de cuanto les parezca conducente para conservar y aumentar tan piadoso y santo establecimiento. Y por cuanto serán necesarias rentas determinadas para levantar la fábrica del colegio, pagar su estipendio a los maestros y criados, alimentar la juventud, y para otros gastos; además de los fondos, que están destinados en algunas iglesias y lugares para instruir o mantener jóvenes; que por el mismo caso se han de tener por aplicados a este seminario bajo la misma dirección del Obispo; este mismo con consejo de dos canónigos de su cabildo, que uno será elegido por él y otro por el mismo cabildo; y además de esto de dos clérigos de la ciudad, cuya elección se hará igualmente de uno por el Obispo, y de otro para el clero; tomarán alguna parte, o porción de la masa entera de la mesa episcopal y capitular, y de cualesquiera dignidades, personados, oficios, prebendas, porciones, abadías y prioratos de cualquier orden, aunque sea regular, o de cualquiera calidad o condición, así como de los hospitales que se dan en título o adminitración, según la constitución del concilio de Viena, que principia: Quia contingit; y de cualesquiera beneficios, aun de regulares, aunque sean de derecho de patronato, sea el que fuere, aunque sean exentos, aunque no sean de ninguna diócesis, o sean anexos a otras iglesias, monasterios, hospitales, o a otros cualesquiera lugares piadosos, aunque sean exentos, y también de las fábricas de las iglesias, y de otros lugares, así como de cualesquiera otras rentas, o productos eclesiásticos, aun de otros colegios, con tal que no haya actualmente en ellos seminarios de discípulos, o maestros para promover el bien común de la Iglesia; pues ha sido su voluntad que estos quedasen exentos, a excepción del sobrante de las rentas superfluas, después de sacado el conveniente sustento de los mismos seminarios; asimismo se tomarán de los cuerpos, confraternidades, que en algunos lugares se llaman escuelas, y de todos los monasterios, a excepción de los mendicantes; y de los diezmos que por cualquiera título pertenezcan a legos, y de que se suelen pagar subsidios eclesiásticos, o pertenezcan a soldados de cualquier milicia, u orden, exceptuando únicamente los caballeros de san Juan de Jerusalén; y aplicarán e incorporarán a este colegio aquella porción que hayan separado según el modo prescrito, así como algunos otros beneficios simples de cualquiera calidad y dignidad que fueren, o también prestameras, o porciones de prestameras, aun destinadas antes de vacar, sin perjuicio de culto divino, ni de los que las obtienen. Y este establecimiento ha de tener lugar, aunque los beneficios sean reservados o pensionados, sin que puedan suspenderse, o impedirse de modo alguno estas uniones y aplicaciones por la resignación de los mismos beneficios; sin que pueda obstar absolutamente constitución, ni vacante alguna, aunque tenga su efecto en la curia Romana. El Obispo del lugar por medio de censuras eclesiásticas, y otros remedios de derecho, y aun implorando para esto, si le pareciese, el auxilio del brazo secular; obligue a pagar esta porción a los poseedores de los beneficios, dignidades, personados, y de todos y cada uno de los que quedan arriba mencionados, no sólo por lo que a ellos toca, sino por las pensiones que acaso pagaren a otros de los dichos frutos; reteniendo no obstante lo que por prorata se deba pagar a ellos: sin que obsten respecto de todas, y cada una de las cosas mencionadas, privilegios ningunos, exenciones, aunque requieran especial derogación, ni costumbre por inmemorial que sea, ni apelación o alegación que impida la ejecución. Mas si sucediere, que teniendo su efecto estas uniones, o de otro modo, se halle que el seminario está dotado en todo o en parte; perdone en este caso el Obispo en todo o en parte, según lo pidan las circunstancias, aquella porción que había separado de cada uno de los beneficios mencionados, e incorporado al colegio. Y si los Prelados de las catedrales, y otras iglesias mayores fueren negligentes en la fundación y conservación de este seminario, y rehusaren pagar la parte que les toque; será obligación del Arzobispo corregir con eficacia al Obispo, y del sínodo provincial al Arzobispo, y a los superiores a este, y obligarlos al cumplimiento de todo lo mencionado; cuidando celosamente de que se promueva con la mayor prontitud esta santa y piadosa obra donde quiera que se pueda ejecutar. Mas el Obispo ha de tomar cuenta todos los años de las rentas de este seminario, a presencia de dos diputados del cabildo; y otros dos del clero de la ciudad. Además de esto, para providenciar el modo de que sean pocos los gastos del establecimiento de estas escuelas; decreta el santo Concilio que los Obispos, Arzobispos, Primados y otros Ordinarios de los lugares, obliguen y fuercen, aun por la privación de los frutos, a los que obtienen prebendas de enseñanza, y a otros que tienen obligación de leer o enseñar, a que enseñen los jóvenes que se han de instruir en dichas escuelas, por sí mismos, si fuesen capaces; y si no lo fuesen, por substitutos idóneos, que han de ser elegidos por los mismos propietarios, y aprobados por los Ordinarios. Y si, a juicio del Obispo, no fuesen dignos, deben nombrar otro que lo sea, sin que puedan valerse de apelación ninguna; y si omitieren nombrarle, lo hará el mismo Ordinario. Las personas, o maestros mencionados enseñarán las facultades que al Obispo parecieren convenientes. Por lo demás, aquellos oficios o dignidades que se llaman de oposición o de escuela, no se han de conferir sino a doctores, o maestros, o licenciados en las sagradas letras, o en derecho canónico, y a personas que por otra parte sean idóneas, y puedan desempeñar por sí mismos la enseñanza; quedando nula e inválida la provisión que no se haga en estos términos; sin que obsten privilegios ningunos, ni costumbres, aunque sean de tiempo inmemorial. Pero si fuesen tan pobres las iglesias de algunas de ellas no se pueda fundar colegio; cuidará el concilio provincial, o el Metropolitano, acompañado de los dos sufragáneos más antiguos, de erigir uno o más colegios, según juzgare oportuno, en la iglesia metropolitana, o en otra iglesia más cómoda de la provincia, con los frutos de dos o más de aquellas iglesias, en las que separadas no se pueda cómodamente establecer el colegio, para que se puedan educar en él los jóvenes de aquellas iglesias. Mas en las que tuviesen diócesis dilatadas, pueda tener el Obispo uno o más colegios, según le pareciese más conveniente; los cuales no obstante han de depender en todo del colegio que se haya fundado y establecido en la ciudad episcopal. Ultimamente si aconteciere que sobrevengan algunas dificultades por las uniones, o por la regulación de las porciones, o por la asignación, e incorporación, o por cualquiera otro motivo que impida, o perturbe el establecimiento, o conservación de este seminario; pueda resolverlas el Obispo, y dar providencia con los diputados referidos, o con el sínodo provincial, según la calidad del país, y de las iglesias y beneficios; moderando en caso necesario, o aumentando todas y cada una de las cosas mencionadas, que parecieren necesarias y conducentes al próspero adelantamiento de este seminario.
ASIGNACIÓN DE LA SESIÓN SIGUIENTE
Indica además el mismo sacrosanto Concilio de Trento la Sesión próxima que se ha de tener, para el día 16 del mes de setiembre; en la que se tratará del sacramento del Matrimonio, y de los demás puntos que puedan resolverse, si ocurrieren algunos pertenecientes a la doctrina de la fe: y además de esto tratará de las provisiones de los Obispados, dignidades, y otros beneficios eclesiásticos, y de diferentes artículos de reforma.
Prorrogóse la Sesión al día 11 de Nov. de 1563.
SESION XXIV
Que es la VIII celebrada en tiempo del sumo Pontífice Pío IV en 11 de noviembre de 1563.
El primer padre del humano linaje declaró, inspirado por el Espíritu Santo, que el vínculo del Matrimonio es perpetuo e indisoluble, cuando dijo: Ya es este hueso de mis huesos, y carne de mis carnes: por esta causa, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán dos en un solo cuerpo. Aun más abiertamente enseñó Cristo nuestro Señor que se unen, y juntan con este vínculo dos personas solamente, cuando refiriendo aquellas últimas palabras como pronunciadas por Dios, dijo: Y así ya no son dos, sino una carne; e inmediatamente confirmó la seguridad de este vínculo (declarada tanto tiempo antes por Adán) con estas palabras: Pues lo que Dios unió, no lo separe el hombre. El mismo Cristo, autor que estableció, y llevó a su perfección los venerables Sacramentos, nos mereció con su pasión la gracia con que se había de perfeccionar aquel amor natural, confirmar su indisoluble unión, y santificar a los consortes. Esto insinúa el Apóstol san Pablo cuando dice: Hombres, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a su Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella; añadiendo inmediatamente: Este sacramento es grande; quiero decir, en Cristo y en la Iglesia. Pues como en la ley Evangélica tenga el Matrimonio su excelencia respecto de los casamientos antiguos, por la gracia que Jesucristo nos adquirió; con razón enseñaron siempre nuestros santos Padres, los concilios, y la tradición de la Iglesia universal, que se debe contar entre los Sacramentos de la nueva ley. Mas enfurecidos contra esta tradición hombres impíos de este siglo, no sólo han sentido mal de este Sacramento venerable, sino que introduciendo, según su costumbre, la libertad carnal con pretexto del Evangelio, han adoptado por escrito, y de palabra muchos asertos contrarios a lo que siente la Iglesia católica, y a la costumbre aprobada desde los tiempos Apostólicos, con gravísimo detrimento de los fieles cristianos. Y deseando el santo Concilio oponerse a su temeridad, ha resuelto exterminar las herejías y errores más sobresalientes de los mencionados cismáticos, para que su pernicioso contagio no inficione a otros, decretando los anatemas siguientes contra los mismos herejes y sus errores.
CAN. I. Si alguno dijere, que el Matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete Sacramentos de la ley Evangélica, instituido por Cristo nuestro Señor, sino inventado por los hombres en la Iglesia; y que no confiere gracia; sea excomulgado.
CAN. II. Si alguno dijere, que es lícito a los cristianos tener a un mismo tiempo muchas mujeres, y que esto no está prohibido por ninguna ley divina; sea excomulgado.
CAN. III. Si alguno dijere, que sólo aquellos grados de consanguinidad y afinidad que se expresan en el Levítico, pueden impedir el contraer Matrimonio, y dirimir el contraído; y que no puede la Iglesia dispensar en algunos de aquellos, o establecer que otros muchos impidan y diriman; sea excomulgado.
CAN. IV. Si alguno dijere, que la Iglesia no pudo establecer impedimentos dirimentes del Matrimonio, o que erró en establecerlos; sea excomulgado.
CAN. V. Si alguno dijere, que se puede disolver el vínculo del Matrimonio por la herejía, o cohabitación molesta, o ausencia afectada del consorte; sea excomulgado.
CAN. VI. Si alguno dijere, que el Matrimonio rato, mas no consumado, no se dirime por los votos solemnes de religión de uno de los dos consortes; sea excomulgado.
CAN. VII. Si alguno dijere, que la Iglesia yerra cuando ha enseñado y enseña, según la doctrina del Evangelio y de los Apóstoles, que no se puede disolver el vínculo del Matrimonio por el adulterio de uno de los dos consortes; y cuando enseña que ninguno de los dos, ni aun el inocente que no dio motivo al adulterio, puede contraer otro Matrimonio viviendo el otro consorte; y que cae en fornicación el que se casare con otra dejada la primera por adúltera, o la que, dejando al adúltero, se casare con otro; sea excomulgado.
CAN. VIII. Si alguno dijere, que yerra la Iglesia cuando decreta que se puede hacer por muchas causas la separación del lecho, o de la cohabitación entre los casados por tiempo determinado o indeterminado; sea excomulgado.
CAN. IX. Si alguno dijere, que los clérigos ordenados de mayores órdenes, o los Regulares que han hecho profesión solemne de castidad, pueden contraer Matrimonio; y que es válido el que hayan contraído, sin que les obste la ley Eclesiástica, ni el voto; y que lo contrario no es más que condenar el Matrimonio; y que pueden contraerlo todos los que conocen que no tienen el don de la castidad, aunque la hayan prometido por voto; sea excomulgado: pues es constante que Dios no lo rehusa a los que debidamente le piden este don, ni tampoco permite que seamos tentados más que lo que podemos.
CAN. X. Si alguno dijere, que el estado del Matrimonio debe preferirse al estado de virginidad o de celibato; y que no es mejor, ni más felz mantenerse en l virginidad o celibato, que casarse; sea excomulgado.
CAN. XI. Si alguno dijere, que la prohibición de celebrar nupcias solemnes en ciertos tiempos del año, es una superstición tiránica, dimanada de la superstición de los gentiles; o condenare las bendiciones, y otras ceremonias que usa la Iglesia en los Matrimonios; sea excomulgado.
CAN. XII. Si alguno dijere, que las causas matrimoniales no pertenecen a los jueces eclesiásticos; sea excomulgado.
Aunque no se puede dudar que los matrimonios clandestinos, efectuados con libre consentimiento de los contrayentes, fueron matrimonios legales y verdaderos, mientras la Iglesia católica no los hizo írritos; bajo cuyo fundamento se deben justamente condenar, como los condena con excomunión el santo Concilio, los que niegan que fueron verdaderos y ratos, así como los que falsamente aseguran, que son írritos los matrimonios contraídos por hijos de familia sin el consentimiento de sus padres, y que estos pueden hacerlos ratos o írritos; la Iglesia de Dios no obstante los ha detestado y prohibido en todos tiempos con justísimos motivos. Pero advirtiendo el santo Concilio que ya no aprovechan aquellas prohibiciones por la inobediencia de los hombres; y considerando los graves pecados que se originan de los matrimonios clandestinos, y principalmente los de aquellos que se mantienen en estado de condenación, mientras abandonada la primera mujer, con quien de secreto contrajeron matrimonio, contraen con otra en público, y viven con ella en perpetuo adulterio; no pudiendo la Iglesia, que no juzga de los crímenes ocultos, ocurrir a tan grave mal, si no aplica algún remedio más eficaz; manda con este objeto, insistiendo en las determinaciones del sagrado concilio de Letrán, celebrado en tiempo de Inocencio III, que en adelante, primero que se contraiga el Matrimonio, proclame el cura propio de los contrayentes públicamente por tres veces, en tres días de fiesta seguidos, en la iglesia, mientras celebra la misa mayor, quiénes son los que han de contraer Matrimonio: y hechas estas amonestaciones se pase a celebrarlo a la faz de la Iglesia, si no se opusiere ningún impedimento legítimo; y habiendo preguntado en ella el párroco al varón y a la mujer, y entendido el mutuo consentimiento de los dos, o diga: Yo os uno en Matrimonio en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; o use de otras palabras, según la costumbre recibida en cada provincia. Y si en alguna ocasión hubiere sospechas fundadas de que se podrá impedir maliciosamente el Matrimonio, si preceden tantas amonestaciones; hágase sólo una en este caso; o a lo menos celébrese el Matrimonio a presencia del párroco, y de dos o tres testigos. Después de esto, y antes de consumarlo, se han de hacer las proclamas en la iglesia, para que más fácilmente se descubra si hay algunos impedimentos; a no ser que el mismo Ordinario tenga por conveniente que se omitan las mencionadas proclamas, lo que el santo Concilio deja a su prudencia y juicio. Los que atentaren contraer Matrimonio de otro modo que a presencia del párroco, o de otro sacerdote con licencia del párroco, o del Ordinario, y de dos o tres testigos, quedan absolutamente inhábiles por disposición de este santo Concilio para contraerlo aun de este modo; y decreta que sean írritos y nulos semejantes contratos, como en efecto los irrita y anula por el presente decreto. Manda además, que sean castigados con graves penas a voluntad del Ordinario, el párroco, o cualquiera otro sacerdote que asista a semejante contrato con menor número de testigos, así como los testigos que concurran sin párroco o sacerdote; y del mismo modo los propio contrayentes. Después de esto, exhorta el mismo santo Concilio a los desposados, que no habiten en una misma casa antes de recibir en la iglesia la bendición sacerdotal; ordenando sea el propio párroco el que dé la bendición, y que sólo este o el Ordinario puedan conceder a otro sacerdote licencia para darla; sin que obste privilegio alguno, o costumbre, aunque sea inmemorial, que con más razón debe llamarse corruptela. Y si el párroco, u otro sacerdote, ya sea regular ya secular, se atreviere a unir en Matrimonio, o dar las bendiciones a desposados de otra parroquia sin licencia del párroco de los consortes; quede suspenso ipso jure, aunque alegue que tiene licencia para ello por privilegio o costumbre inmemorial, hasta que sea absuelto por el Ordinario del párroco que debía asistir al Matrimonio, o por la persona de quien se debía recibir la bendición. Tenga el párroco un libro en que escriba los nombres de los contrayentes y de los testigos, el día y lugar en que se contrajo el Matrimonio, y guarde él mismo cuidadosamente este libro. Ultimamente exhorta el santo Concilio a los desposados que antes de contraer o a lo menos tres días antes de consumar el Matrimonio, confiesen con diligencia sus pecados, y se presenten religiosamente a recibir el santísimo sacramento de la Eucaristía. Si algunas provincias usan en este punto de otras costumbres y ceremonias loables, además de las dichas, desea ansiosamente el santo Concilio que se conserven en un todo. Y para que lleguen a noticia de todos estos tan saludables preceptos, manda a todos los Ordinarios, que procuren cuanto antes puedan publicar este decreto al pueblo, y que se explique en cada una de las iglesias parroquiales de su diócesis; y esto se ejecute en el primer año las más veces que puedan, y sucesivamente siempre que les parezca oportuno. Establece en fin que este decreto comience a tener su vigor en todas las parroquias a los treinta días de publicado, los cuales se han de contar desde el día de la primera publicación que se hizo en la misma parroquia.
La experiencia enseña, que muchas veces se contraen los Matrimonios por ignorancia en casos vedados, por los muchos impedimentos que hay; y que o se persevera en ellos no sin grave pecado, o no se dirimen sin notable escándalo. Queriendo, pues, el santo Concilio dar providencia en estos inconvenientes, y principiando por el impedimento de parentesco espiritual, establece que sólo una persona, sea hombre o sea mujer, según lo establecido en los sagrados cánones, o a lo más un hombre y una mujer sean los padrinos de Bautismo; entre los que y el mismo bautizado, su padre y madre, sólo se contraiga parentesco espiritual; así como también entre el que bautiza y el bautizado, y padre y madre de este. El párroco antes de aproximarse a conferir el Bautismo, infórmese con diligencia de las personas a quienes pertenezca, a quien o quiénes eligen para que tengan al bautizado en la pila bautismal; y sólo a este, o a estos admita para tenerle, escribiendo sus nombres en el libro, y declarándoles el parentesco que han contraído, para que no puedan alegar ignorancia alguna. Mas si otros, además de los señalados, tocaren al bautizado, de ningún modo contraigan estos parentesco espiritual; sin que obsten ningunas constituciones en contrario. Si se contraviniere a esto por culpa o negligencia del párroco, castíguese este a voluntad del Ordinario. Tampoco el parentesco que se contrae por la Confirmación se ha de extender a más personas que al que confirma, al confirmado, al padre y madre de este, y a la persona que le tenga; quedando enteramente removidos todos los impedimentos de este parentesco espiritual respecto de otras personas.
El santo Concilio quita enteramente el impedimento de justicia de pública honestidad, siempre que los esponsales no fueren válidos por cualquier motivo que sea; y cuando fueren válidos, no pase el impedimento del primer grado; pues en los grados ulteriores no se puede ya observar esta prohibición sin muchas dificultades.
Además de esto el santo Concilio movido de estas y otras gravísimas causas, restringe el impedimento originado de afinidad contraída por fornicación, y que dirime al Matrimonio que después se celebra, a sólo aquellas personas que son parientes en primero y segundo grado. Respecto de los grados ulteriores, establece que esta afinidad no dirime al Matrimonio que se contrae después.
Si presumiere alguno contraer a sabiendas Matrimonio dentro de los grados prohibidos, sea separado de la consorte, y quede excluido de la esperanza de conseguir dispensa: y esto ha de tener efecto con mayor fuerza respecto del que haya tenido la audacia no sólo de contraer el Matrimonio, sino de consumarlo. Mas si hiciese esto por ignorancia, en caso que haya despreciado cumplir las solemnidades requeridas en la celebración del Matrimonio; quede sujeto a las mismas penas, pues no es digno de experimentar como quiera, la benignidad de la Iglesia, quien temerariamente despreció sus saludables preceptos. Pero si observadas todas las solemnidades, se hallase después haber algún impedimento, que probablemente ignoró el contrayente; se podrá en tal caso dispensar con él más fácilmente y de gracia. No se concedan de ningún modo dispensas para contraer Matrimonio, o dense muy rara vez, y esto con causa y de gracia. Ni tampoco se dispense en segundo grado, a no ser entre grandes Príncipes, y por una causa pública.
El santo Concilio decreta, que no puede haber Matrimonio alguno entre el raptor y la robada, por todo el tiempo que permanezca esta en poder del raptor. Mas si separada de este, y puesta en lugar seguro y libre, consintiere en tenerle por marido, téngala este por mujer; quedando no obstante excomulgados de derecho, y perpetuamente infames, e incapaces de toda dignidad, así el mismo raptor, como todos los que le aconsejaron, auxiliaron y favorecieron, y si fueren clérigos, sean depuestos del grado que tuvieren. Esté además obligado el raptor a dotar decentemente, a arbitrio del juez, la mujer robada, ora case con ella, ora no.
Muchos son los que andan vagando y no tienen mansión fija, y como son de perversas inclinaciones, desamparando la primera mujer, se casan en diversos lugares con otra, y muchas veces con varias, viviendo la primera. Deseando el santo Concilio poner remedio a este desorden, amonesta paternalmente a las personas a quienes toca, que no admitan fácilmente al Matrimonio esta especie de hombres vagos; y exhorta a los magistrados seculares a que los sujeten con severidad; mandando además a los párrocos, que no concurran a casarlos, si antes no hicieren exactas averiguaciones, y dando cuenta al Ordinario obtengan su licencia para hacerlo.
Grave pecado es que los solteros tengan concubinas; pero es mucho más grave, y cometido en notable desprecio de este grande sacramento del Matrimonio, que los casados vivan también en este estado de condenación, y se atrevan a mantenerlas y conservarlas algunas veces en su misma casa, y aun con sus propias mujeres. Para ocurrir, pues, el santo Concilio con oportunos remedios a tan grave mal; establece que se fulmine excomunión contra semejantes concubinarios, así solteros como casados, de cualquier estado, dignidad o condición que sean, siempre que después de amonestados por el Ordinario aun de oficio, por tres veces, sobre esta culpa, no despidieren las concubinas, y no se apartaren de su comunicación; sin que puedan ser absueltos de la excomunión, hasta que efectivamente obedezcan a la corrección que se les haya dado. Y si despreciando las censuras permanecieren un año en el concubinato, proceda el Ordinario contra ellos severamente, según la calidad de su delito. Las mujeres, o casadas o solteras, que vivan públicamente con adúlteros, o concubinarios, si amonestadas por tres veces no obedecieren, serán castigadas de oficio por los Ordinarios de los lugares, con grave pena, según su culpa, aunque no haya parte que lo pida; y sean desterradas del lugar, o de la diócesis, si así pareciere conveniente a los mismos Ordinarios, invocando, si fuese menester, el brazo secular; quedando en todo su vigor todas las demás penas fulminadas contra los adúlteros y concubinarios.
Llegan a cegar muchísimas veces en tanto grado la codicia, y otros afectos terrenos los ojos del alma a los señores temporales y magistrados, que fuerzan con amenazas y penas a los hombres y mujeres que viven bajo su jurisdicción, en especial a los ricos, o que esperan grandes herencias, para que contraigan matrimonio, aunque repugnantes, con las personas que los mismos señores o magistrados les señalan. Por tanto, siendo en extremo detestable tiranizar la libertad del Matrimonio, y que provengan las injurias de los mismos de quienes se espera la justicia; manda el santo Concilio a todos, de cualquier grado, dignidad y condición que sean, so pena de excomunión, en que han de incurrir ipso facto, que de ningún modo violenten directa ni indirectamente a sus súbditos, ni a otros ningunos, en términos de que dejen de contraer con toda libertad sus Matrimonios.
Manda el santo Concilio que todos observen exactamente las antiguas prohibicione de las nupcias solemnes o velaciones, desde el adviento de nuestro Señor Jesucristo hasta el día de la Epifanía, y desde el día de Ceniza hasta la octava de la Pascua inclusive. En los demás tiempos permite se celebren solemnemente los Matrimonios, que cuidarán los Obispos se hagan con la modestia y honestidad que corresponde; pues siendo santo el Matrimonio, debe tratarse santamente.
OBISPOS Y CARDENALES
El mismo sacrosanto Concilio, prosiguiendo la materia de la reforma, decreta que se tenga por establecido en la presente Sesión lo siguiente.
CAP. I. Norma de proceder a la creación de Obispos y Cardenales.
Si se debe procurar con precaución y sabiduría respecto de cada uno de los grados de la Iglesia, que nada haya desordenado, nada fuera de lugar en la casa del Señor; mucho mayor esmero se debe poner para no errar en la elección del que se constituye sobre todos los grados; pues el estado y orden de toda la familia del Señor amenazará ruina, si no se halla en la cabeza lo que se requiere en el cuerpo. Por tanto, aunque el santo Concilio ha decretado en otra ocasión algunos puntos útiles, respecto de las personas que hayan de ser promovidas a las catedrales, y otras iglesias superiores; cree no obstante, que es de tal naturaleza esta obligación, que nunca podrá parecer haberse tomado precauciones bastantes, si se considera la importancia del asunto. En consecuencia, pues, establece que luego que llegue a vacar alguna iglesia, se hagan rogativas y oraciones públicas y privadas; y mande el cabildo hacer lo mismo en la ciudad y diócesis, para que por ellas pueda el clero y pueblo alcanzar de Dios un buen Pastor. Y exhorta y amonesta a todos, y a cada uno de los que gozan por la Sede Apostólica de algún derecho, con cualquier fundamento que sea, para hacer la promoción de los que se hayan de elegir, o contribuyen de otro cualquier modo a ella, sin innovar no obstante cosa alguna con ellos de lo que se practica en los tiempos presentes; que consideren ante todas cosas, no pueden hacer otra más conducente a la gloria de Dios, y a la salvación de las almas, que procurar se promuevan buenos Pastores, y capaces de gobernar la Iglesia; y que ellos, tomando parte en los pecados ajenos, pecan mortalmente a no procurar con empeño que se den las iglesias a los que juzgaren ser más dignos, y más útiles a ellas, no por recomendaciones, ni afectos humanos, o sugestiones de los pretendientes, sino porque así lo pidan los méritos de los promovidos, teniendo además noticia cierta de que son nacidos de legítimo Matrimonio, y que tienen las circunstancias de buena conducta, edad, doctrina y demás calidades que se requieren, según los sagrados cánones, y los decretos de este Concilio de Trento. Y por cuanto para tomar informes de todas las circunstancias mencionadas, y el grave y correspondiente testimonio de personas sabias y piadosas, no se puede dar para todas partes una razón uniforme por la variedad de naciones, pueblos y costumbres; manda el santo Concilio, que en el sínodo provincial que debe celebrar el Metropolitano, se prescriba en cualesquiera lugares y provincias, el método peculiar de hacer el examen, o averiguación, o información que pareciere ser más útil y conveniente a los mismos lugares, el mismo que ha de ser aprobado a arbitrio del santísimo Pontífice Romano: con la condición no obstante, que luego que se finalice este examen o informe de la persona que ha de ser promovida, se forme de ello un instrumento público con el testimonio entero, y con la profesión de fe hecha por el mismo electo, y se envíe en toda su extensión con la mayor diligencia al santísimo Pontífice Romano, para que tomando su Santidad pleno conocimiento de todo el negocio y de las personas, pueda proveer con mayor acierto las iglesias, en beneficio de la grey del Señor, si hallase ser idóneos los nombrados en virtud del informe y averiguaciones hechas. Mas todas estas averiguaciones, informaciones, testimonios y pruebas, cualesquiera que sean, sobre las circunstancias del que ha de ser promovido, y del estado de la iglesia hechas por cualesquiera personas que sean, aun en la curia Romana, se han de examinar con diligencia por el Cardenal que ha de hacer la relación en el consistorio, y por otros tres Cardenales. Y esta misma relación se ha de corroborar con las firmas del Cardenal ponente, y de los otros tres Cardenales; los que han de asegurar en ella, cada uno de por sí, que habiendo hecho exactas diligencias, han hallado que las personas que han de ser promovidas, tienen las calidades requeridas por el derecho y por este santo Concilio, y que ciertamente juzgan so la pena de eterna condenación, que son capaces de desempeñar el gobierno de las iglesias a que se les destina; y esto en tales términos, que hecha la relación en un consistorio, se difiera el juicio a otro; para que entre tanto se pueda tomar conocimiento con mayor madureza de la misma información, a no parecer conveniente otra cosa al sumo Pontífice. El mismo Concilio decreta, que todas y cada una de las circunstancias que se han establecido antes en el mismo Concilio acerca de la vida, edad, doctrina y demás calidades de lo que han de ascender al episcopado, se han de pedir también en la creación de los Cardenales de la santa Iglesia Romana, aunque sean diáconos; los cuales elegirá el sumo Pontífice de todas las naciones de la cristiandad, según cómodamente se puede hacer, y según los hallare idóneos. Ultimamente el mismo santo Concilio, movido de los gravísimos trabajos que padece la Iglesia, no puede menos de recordar que nada es más necesario a la Iglesia de Dios, que el que el beatísimo Pontífice Romano aplique principalísimamente la solicitud, que por obligación de su oficio debe a la Iglesia universal, a este determinado objeto de asociarse sólo Cardenales los más escogidos, y de entregar el gobierno de las iglesias a Pastores de bondad y capacidad la más sobresaliente; y esto con tanta mayor causa, cuanto nuestro Señor Jesucristo ha de pedir de sus manos la sangre de las ovejas, que perecieren por el mal gobierno de los Pastores negligentes y olvidados de su obligación.
CAP. II. Celébrese de tres en tres años sínodo provincial, y todos los años diocesana. Quiénes son los que deben convocarlas, y quiénes asistir.
Restablézcanse los concilios provinciales donde quiera que se hayan omitido, con el fin de arreglar las costumbres, corregir los excesos, ajustar las controversias, y otros puntos permitidos por los sagrados cánones. Por esta razón no dejen los Metropolitanos de congregar sínodo en su provincia por sí mismos, o si se hallasen legítimamente impedidos, no lo omita el Obispo más antiguo de ella, a lo menos dentro de un año, contado desde el fin de este presente Concilio, y en lo sucesivo de tres en tres años por lo menos, después de la octava de la Pascua de Resurrección, o en otro tiempo más cómodo, según costumbred e la provincia: al cual estén absolutamente obligados a concurrir todos los Obispos y demás personas que por derecho, o por costumbre, deben asistir, a excepción de los que tengan que pasar el mar con inminente peligro. Ni en adelante se precisará a los Obispos de una misma provincia a compararse contra su voluntad, bajo el pretexto de cualquier costumbre que sea, en la iglesia Metropolitana. Además de esto, los Obispos que no están sujetos a Arzobispo alguno, elijan por una vez algún Metropolitano vecino, a cuyo concilio provincial deban asistir con los demás, y observen y hagan observar las cosas que en él se ordenaren. En todo lo demás queden salvas y en su integridad sus exenciones y privilegios. Celébrense también todos los años sínodos diocesanos, y deban asistir también a ellos todos los exentos, que deberían concurrir en caso de cesar sus exenciones, y no estn sujetos a capítulos generales. Y con todo, por razón de las parroquias, y otras iglesias seculares, aunque sean anexas, deban asistir al sínodo los que tienen el gobierno de ellas, sean los que fueren. Y si tanto los Metropolitanos, como los Obispos, y demás arriba mencionados, fuesen negligentes en la observancia de estas disposiciones, incurran en las penas establecidas por los sagrados cánones.
CAP. III. Cómo han de hacer los Obispos la visita.
Si los Patriarcas, Primados, Metropolitanos y Obispos no pudiesen visitar por sí mismos, o por su Vicario general, o Visitador en caso de estar legítimamente impedidos, todos los años toda su propia diócesis por su grande extensión; no dejen a lo menos de visitar la mayor parte, de suerte que se complete toda la visita por sí, o por sus Visitadores en dos años. Mas no visiten los Metropolitanos, aun después de haber recorrido enteramente su propia diócesis, las iglesias catedrales, ni las diócesis de sus comprovinciales, a no haber tomado el concilio provincial conocimiento de la causa, y dado su aprobación. Los Arcedianos, Deanes y otros inferiores deban en adelante hacer por sí mismos la visita llevando un notario, con consentimiento del Obispo, y sólo en aquellas iglesias en que hasta ahora han tenido legítima costumbre de hacerla. Igualmente los Visitadores que depute el Cabildo, donde este goce del derecho de visita, han de tener primero la aprobación del Obispo; pero no por esto el Obispo, o impedido este, su Visitador, quedarán excluidos de visitar por sí solos las mismas iglesias; y los mismos Arcedianos, u otros inferiores estén obligados a darle cuenta de la visita que hayan hecho, dentro de un mes, y presentarle las deposiciones de los testigos, y todo lo actuado; sin que obsten en contrario costumbre alguna, aunque sea inmemorial, exenciones, ni privilegios, cualesquiera que sean. El objeto principal de todas estas visitas ha de ser introducir la doctrina sana y católica, y expeler las herejías; promover las buenas costumbres y corregir las malas; inflamar al pueblo con exhortaciones y consejos a la religión, paz e inocencia, y arreglar todas las demás cosas en utilidad de los fieles, según la prudencia de los Visitadores, y como proporcionen el lugar, el tiempo y las circunstancias. Y para que esto se logre más cómoda y felizmente, amonesta el santo Concilio a todos y cada uno de los mencionados, a quienes toca la visita, que traten y abracen a todos con amor de padres y celo cristiano; y contentándose por lo mismo con un moderado equipaje y servidumbre, procuren acabar cuanto más presto puedan, aunque con el esmero debido, la visita. Guárdense entre tanto de ser gravosos y molestos a ninguna persona por sus gastos inútiles; ni reciban, así como ninguno de los suyos, cosa alguna con el pretexto de procuración por la visita, aunque sea de los testamentos destinados a usos piadosos, a excepción de lo que se debe de derecho de legados pios; ni reciban bajo cualquiera otro nombre dinero, ni otro don cualquiera que sea, y de cualquier modo que se les ofrezca: sin que obste contra esto costumbre alguna, aunque sea inmemorial; a excepción no obstante de los víveres, que se le han de suministrar con frugalidad y moderación para sí, y los suyos, y sólo con proporción a la necesidad del tiempo, y no más. Quede no obstante a la elección de los que son visitados, si quieren más bien pagar lo que por costumbre antigua pagaban en determinada cantidad de dinero, o suministrar los víveres mencionados; quedando además salvo el derecho de las convenciones antiguas hechas con los monasterios, u otros lugares piadosos, o iglesias no parroquiales, que ha de subsistir en su vigor. Mas en los lugares o provincias donde hay costumbre de que no reciban los Visitadores víveres, dinero, ni otra cosa alguna, sino que todo lo hagan de gracia; obsérvese lo mismo en ellos. Y si alguno, lo que Dios no permita, presumiere tomar algo más en alguno de los casos arriba mencionados; múltesele, sin esperanza alguna de perdón, además de la restitución de doble cantidad que deberá hacer dentro de un mes, con otras penas, según la constitución del concilio general de León, que principia: Exigit; así como con otras del sínodo provincial a voluntad de este. Ni presuman los patronos entremeterse en materias pertenecientes a la administración de los Sacramentos, ni se mezclen en la visita de los ornamentos de la iglesia, ni en las rentas de bienes raíces o fábrica, sino en cuanto esto les competa según el establecimiento y fundación: por el contrario los mismos Obispos han de ser los que han de entender en ello, cuidando de que las rentas de las fábricas se inviertan en usos necesarios y útiles a la iglesia, según tuviesen por más conveniente.
CAP. IV. Quiénes y cuándo han de ejercer el ministerio de la predicación. Concurran los fieles a oír la palabra de Dios en sus parroquias. Ninguno predique contra la voluntad del Obispo.
Deseando el santo Concilio que se ejerza con la mayor frecuencia que pueda ser, en beneficio de la salvación de los fieles cristianos, el ministerio de la predicación, que es el principal de los Obispos; y acomodando más oportunamente a la práctica de los tiempos presentes los decretos que sobre este punto publicó en el pontificado de Paulo III de feliz memoria; manda que los Obispos por sí mismos, o si estuvieren legítimamente impedidos, por medio de las personas que eligieren para el ministerio de la predicación, expliquen en sus iglesias la sagrada Escritura, y la ley de Dios; debiendo hacer lo mismo en las restantes iglesias por medio de sus párrocos, o estando estos impedidos, por medio de otros, que el Obispo ha de deputar, tanto en la ciudad episcopal, como en cualquiera otra parte de las diócesis que juzgare conveniente, a expensas de los que están obligados o suele costearlas, a lo menos, en todos los domingos y días solemnes; y en el tiempo de ayuno, cuaresma, y adviento del Señor, en todos los días, o a lo menos en tres de cada semana, si así lo tuvieren por conveniente; y en todas las demás ocasiones que juzgaren se puede esto oportunamente practicar. Advierta también el Obispo con celo a su pueblo, que todos los fieles tienen obligación de concurrir a su parroquia a oír en ella la palabra de Dios, siempre que puedan cómodamente hacerlo. Mas ningún sacerdote secular ni regular tenga la presunción de predicar, ni aun en las iglesias de su religión contra la voluntad del Obispo. Cuidarán estos también de que se enseñen con esmero a los niños, por las personas a quienes pertenezca, en todas las parroquias, por lo menos en los domingos y otros días de fiesta, los rudimentos de la fe o catecismo, y la obediencia que deben a Dios y a sus padres; y si fuese necesario, obligarán aun con censuras eclesiásticas a enseñarles; sin que obsten privilegios, ni costumbres. En lo demás puntos manténganse en su vigor los decretos hechos en tiempo del mismo Paulo III sobre el ministerio de la predicación.
CAP. V. Conozca sólo el sumo Pontífice de las causas criminales mayores contra los Obispos; y el concilio provincial de las menores.
Sólo el sumo Pontífice Romano conozca y termine las causas criminales de mayor entidad formadas contra los Obispos, aunque sean de herejía (lo que Dios no permita) y por las que sean dignos de deposición o privación. Y si la causa fuese de tal naturaleza, que deba cometerse necesariamente fuera de la curia Romana; a nadie absolutamente se cometa sino a los Metropolitanos u Obispos, que nombre el sumo Pontífice. Y esta comisión ha de ser especial, y además de esto firmada de mano del mismo sumo Pontífice, quien jamás les cometa más autoridad que para hacer el informe del hecho, y formar el proceso; el que inmediatamente enviarán a su Santidad, quedando reservada al mismo Santísimo la sentencia definitiva. Observen todas las demás cosas que en este punto se han decretado antes en tiempo de Julio III de feliz memoria, así como la constitución del concilio general en tiempo de Inocencio III, que principia: Qualiter, et quando; la misma que al presente renueva este santo Concilio. Las causas criminales menores de los Obispos conózcanse, y termínense sólo en el concilio provincial, o por los que depute este mismo concilio.
CAP. VI. Cuándo y de qué modo puede el Obispo absolver de los delitos, y dispensar sobre irregularidad y suspensión.
Sea lícito a los Obispos dispensar en todas las irregularidades y suspensiones, provenidas de delito oculto, a excepción de la que nace de homicidio voluntario, y de las que se hallan deducidas al foro contencioso; así como absolver graciosamente en el foro de la conciencia por sí mismos, o por un Vicario que deputen especialmente para esto, a cualquiera delincuente súbdito suyo, dentro de su diócesis, imponiéndole saludable penitencia, de cualesquiera casos ocultos, aunque sean reservados a la Sede Apostólica. Lo mismo se permite en el crimen de la herejía; mas sólo a ellos y en el foro de la conciencia, y no a sus Vicarios.
CAP. VII. Expliquen al pueblo los Obispos y párrocos la virtud de los Sacramentos antes de administrarlos. Expóngase la sagrada Escritura en la misa mayor.
Para que los fieles se presenten a recibir los Sacramentos con mayor reverencia y devoción, manda el santo Concilio a todos los Obispos, que expliquen según la capacidad de los que los reciben, la eficacia y uso de los mismos Sacramentos, no sólo cuando los hayan de administrar por sí mismos al pueblo, sino que también han de cuidar de que todos los párrocos observen lo mismo con devoción y prudencia, haciendo dicha explicación aun en lengua vulgar, si fuere menester, y cómodamente se pueda, según la forma que el santo Concilio ha de prescribir respecto de todos los Sacramentos en su catecismo; el que cuidarán los Obispos se traduzca fielmente a lengua vulgar, y que todos los párrocos lo expliquen al pueblo; y además de esto, que en todos los días festivos o solemnes expongan en lengua vulgar, en la misa mayor, o mientras se celebran los divinos oficios, la divina Escritura, así como otras máximas saludables; cuidando de enseñarles la ley de Dios, y de estampar en todos los corazones estas verdades, omitiendo cuestiones inútiles.
CAP. VIII. Impónganse penitencias públicas a los públicos pecadores, si el Obispo no dispone otra cosa. Institúyase un Penitenciario en las Catedrales.
El Apóstol amonesta que se corrijan a presencia de todos los que públicamente pecan. En consecuencia de esto, cuando alguno cometiere en público, y a presencia de muchos, un delito, de suerte que no se dude que los demás se escandalizaron y ofendieron; es conveniente que se le imponga en público penitencia proporcionada a su culpa; para que con el testimonio de su enmienda, reduzca a buena vida las personas que provocó con su mal ejemplo a malas costumbres. No obstante, podrá conmutar el Obispo este género de penitencia en otro secreto, cuando juzgare que esto sea más conveniente. Establezcan también los mismos Prelados en todas las iglesias catedrales en que haya oportunidad para hacerlo, aplicándole la prebenda que primero vaque, un canónigo Penitenciario, el cual deberá ser maestro, o doctor, o licenciado en teología, o en derecho canónico, y de cuarenta años de edad, o el que por otros motivos se hallare más adecuado, según las circunstancias del lugar; debiéndosele tener por presente en el coro, mientras asista al confesonario en la iglesia.
CAP. IX. Quién deba visitar las iglesias seculares de ninguna diócesis.
Los decretos que anteriormente estableció este mismo Concilio en tiempo del sumo Pontífice Paulo III de feliz memoria, así como los recientes en el de nuestro beatísimo Padre Pío IV sobre la diligencia que deben poner los Ordinarios en la visita de los beneficios, aunque sean exentos; se han de observar también en aquellas iglesias seculares, que se dicen ser de ninguna diócesis; es a saber, que deba visitarlas, como delegado de la Sede Apostólica, el Obispo cuya iglesia catedral esté más próxima, si consta esto; y a no constar, el que fuere elegido la primera vez en el concilio provincial por el prelado de aquel lugar; sin que obsten ningunos privilegios, ni costumbres, aunque sean inmemoriales.
CAP. X. Cuando se trate de la visita, o corrección de costumbres, no se admita suspensión ninguna en lo decretado.
Para que los Obispos puedan más oportunamente contener en su deber y subordinación el pueblo que gobiernan; tengan derecho y potestad, aun como delegados de la Sede Apostólica, de ordenar, moderar, castigar y ejecutar, según los estatutos canónicos, cuanto les pareciere necesario según su prudencia, en orden a la enmienda de sus súbditos, y a la utilidad de su diócesis, en todas las cosas pertenecientes a la visita, y a la corrección de costumbres. Ni en las materias en que se trata de la visita, o de dicha corrección, impida, o suspenda de modo alguno la ejecución de todo cuanto mandaren, decretaren, o juzgaren los Obispos, exención ninguna, inhibición, apelación, o querella, aunque se interponga para ante la Sede Apostólica.
CAP. XI. Nada disminuyan del derecho de los Obispos los títulos honorarios, o privilegios particulares.
Siendo notorio que los privilegios y exenciones que por varios títulos se conceden a muchos, son al presente motivo de duda y confusión en la jurisdicción de los Obispos, y dan a los exentos ocasión de relajarse en sus costumbres; el santo Concilio decreta, que si alguna vez pareciere por justas, graves y casi necesarias causas, condecorar a algunos con títulos honorarios de Protonotarios, Acólitos, Condes Palatinos, Capellanes reales, u otros distintivos semejantes en la curia Romana, o fuera de ella; así como recibir a algunos que se ofrezcan al servicio de algún monasterio, o que de cualquiera otro modo se dediquen a él, o a las Ordenes militares, o monasterios, hospitales y colegios, bajo el nombre de sirvientes, o cualquiera otro título; se ha de tener entendido, que nada se quita a los Ordinarios por estos privilegios, en orden a que las personas a quienes se hayan concedido, o en adelante se concedan, dejen de quedar absolutamente sujetas en todo a los mismos Ordinarios, como delegados de la Sede Apostólica; y respecto de los Capellanes reales, en términos conformes a la constitución de Inocencio III que principia: Cum capella: exceptuando no obstante los que de presente sirven en los lugares y milicias mencionadas, habitan dentro de su recinto y casas, y viven bajo su obediencia; así como los que hayan profesado legítimamente según la regla de las mismas milicias; lo que deberá constar al mismo Ordinario: sin que obsten ningunos privilegios, ni aun los de la religión de san Juan de Malta, ni de otras Ordenes militares. Los privilegios empero, que según costumbre competen en fuerza de la constitución Eugeniana a los que residen en la curia Romana, o son familiares de los Cardenales, no se entiendan de ningún modo respecto de los que obtienen beneficios eclesiásticos en lo perteneciente a los mismos beneficios, sino queden sujetos a la jurisdicción del Ordinario, sin que obsten ningunas inhibiciones.
CAP. XII. Cuáles deban ser los que se promuevan a las dignidades y canonicatos de las iglesias catedrales; y qué deban hacer los promovidos.
Habiéndose establecido las dignidades, principalmente en las iglesias catedrales, para conservar y aumentar la disciplina eclesiástica, con el objeto de que los poseedores de ellas se aventajasen en virtud, sirviesen de ejemplo a los demás, y ayudasen a los Obispos con su trabajo y ministerio; con justa razón se piden en los elegidos para ellas tales circunstancias, que puedan satisfacer a su obligación. Ninguno, pues, sea en adelante promovido a ningunas dignidades que tengan cura de almas, a no haber entrado por lo menos en los veinte y cinco años de edad, y quien habiendo vivido en el orden clerical, sea recomendable por la sabiduría necesaria para el desempeño de su obligación, y por la integridad de sus costumbres, según la constitución de Alejandro III, promulgada en el concilio de Letran, que principia: Cum in cunctis. Sean también los Arcedianos, que se llaman ojos de los Obispos, maestros en teología, o doctores, o licenciados en derecho canónico, en todas las iglesias en que esto pueda lograrse. Para las otras dignidades o personados que no tienen anexa la cura de almas, se han de escoger clérigos que por otra parte sean idóneos, y tengan a lo menos veinte y dos años. Además de esto, los provistos de cualquier beneficio con cura de almas, estén obligados a hacer por lo menos dentro de dos meses, contados desde el día que tomaron la posesión, pública profesión de su fe católica en manos del mismo Obispo, o si este se hallare impedido, ante su vicario general, u otro oficial; prometiendo y jurando que han de permanecer en la obediencia de la Iglesia Romana. Mas los provistos de canongías y dignidades de iglesias catedrales, estén obligados a ejecutar lo mismo, no sólo ante el Obispo, o algún oficial suyo, sino también ante el cabildo; y a no ejecutarlo así, todos los dichos provistos como queda dicho, no hagan suyos los frutos, sin que les sirva para esto haber tomado posesión. Tampoco admitirán en adelante a ninguno en dignidad, canongía o porción, sino al que o esté ordenado del orden sacro que pide su dignidad, prebenda o porción; o tenga tal edad que pueda ordenarse dentro del tiempo determinado por el derecho, y por este santo Concilio. Lleven anexo en todas las iglesias catedrales todas las canongías y porciones el orden del sacerdocio, del diaconado o del subdiaconado. Señale también y distribuya el Obispo según le pareciere conveniente, con el dictamen del cabildo, los órdenes sagrados que deban estar anexos en adelante a las prebendas, de suerte no obstante, que una mitad por lo menos sean sacerdotes, y los restantes diáconos o subdiáconos. Mas donde quiera que haya la costumbre más loable de que la mayor parte, o todos sean sacerdotes, se ha de observar exactamente. Exhorta además el santo Concilio, a que se confieran en todas las provincias, en que cómodamente se pueda, todas las dignidades, y por lo menos la mitad de los canonicatos, en las iglesias catedrales y colegiatas sobresalientes, a solos maestros o doctores, o también a licenciados en teología, o en derecho canónico. Además de esto, no sea lícito en fuerza de estatuto, o costumbre ninguna, a los que obtienen dignidades, canongías, prebendas, o porciones en las dichas catedrales o colegiatas, ausentarse de ellas más de tres meses en cada un año; dejando no obstante en su vigor las constituciones de aquellas iglesias, que requieren más largo tiempo de servicio: a no hacerlo así, queda privado, en el primer año, cualquiera que no cumpla, de la mitad de los frutos que haya ganado aun por razón de su prebenda y residencia. Y si tuviere segunda vez la misma negligencia, quede privado de todos los frutos que haya ganado en aquel año; y si pasare adelante su contumacia, procédase contra ellos según las constituciones de los sagrados cánones. Los que asistieren a las horas determinadas, participen de las distribuciones; los demás no las perciban, sin que estorbe colusión, o condescendencia ninguna, según el decreto de Bonifacio VIII, que principia: Consuetudinem; el mismo que vuelve a poner en uso el santo Concilio, sin que obsten ningunos estatutos ni costumbres. Oblíguese también a todos a ejercer los divinos oficios por sí, y no por substitutos; y a servir y asistir al Obispo cuando celebra, o ejerce otros ministerios pontificales; y alabar con himnos y cánticos, reverente, distinta y devotamente el nombre de Dios, en el coro destinado para este fin. Traigan siempre, además de esto, vestido decente, así en la iglesia como fuera de ella: absténganse de monterías, y cazas ilícitas, bailes, tabernas y juegos; distinguiéndose con tal integridad de costumbres, que se les pueda llamar con razón el senado de la iglesia. El sínodo provincial prescribirá según la utilidad y costumbre de cada provincia, y método determinado a cada una, así como el orden de todo lo perteneciente al regimen debido en los oficios divinos, al modo con que conviene cantarlos y arreglarlos, y al orden estable de concurrir y permanecer en el coro; así también todo lo demás que fuere necesario a todos los ministros de la iglesia, y otros puntos semejantes. Entre tanto no podrá el Obispo tomar providencia en las cosas que juzgue convenientes, menos que con dos canónigos, de los cuales uno ha de elegir el Obispo, y otro el cabildo.
CAP. XIII. Cómo se han de socorrer las catedrales y parroquias muy pobres. Tengan las parroquias límites fijos.
Por cuanto la mayor parte de las iglesias catedrales son tan pobres y de tan corta renta, que no corresponden de modo alguno a la dignidad episcopal, ni bastan a la necesidad de las iglesias; examine el concilio provincial, y averigue con diligencia, llamando las personas a quienes esto toca, qué iglesias será acertado unir a las vecinas, por su estrechez y pobreza, o aumentarlas con nuevas rentas; y envie los informes tomados sobre estos puntos al sumo Pontífice Romano, para que instruido de ellos su Santidad, o una según su prudencia y según juzgare conveniente, las iglesias pobres entre sí, o las aumente con alguna agregación de frutos. Mas entre tanto que llegan a tener efecto estas disposiciones, podrá remediar el sumo Pontífice a estos Obispos, que por la pobreza de su diócesis necesitan socorro, con los frutos de algunos beneficios, con tal que estos no sean curados, ni dignidades, o canonicatos, ni prebendas, ni monasterios, en que esté en su vigor la observancia regular, o estén sujetos a capítulos generales, y a determinados visitadores. Asimismo en las iglesias parroquiales, cuyos frutos son igualmente tan cortos, que no pueden cubrir las cargas de obligación; cuidará el Obispo, a no poder remediarlas mediante la unión de beneficios que no sean regulares, de que se les aplique o por asignación de las primicias o diezmos, o por contribución o colectas de los feligreses, o por el modo que le pareciere más conveniente, aquella porción que decentemente baste a la necesidad del cura y de la parroquia. Mas en todas las uniones que se hayan de hacer por las causas mencionadas, o por otras, no se unan iglesias parroquiales a monasterios, cualesquiera que sean, ni a abadías, o dignidades, o prebendas de iglesia catedral o colegiata, ni a otros beneficios simples u hospitales, ni milicias: y las que así estuvieren unidas, examínense de nuevo por los Ordinarios, según lo decretado antes en este mismo Concilio en tiempo de Paulo III de feliz memoria; debiendo también observarse lo mismo respecto de todas las que se han unido después de aquel tiempo, sin que obsten en esto fórmulas ningunas de palabras, que se han de tener por expresadas suficientemente para su revocación en este decreto. Además de esto, no se grave en adelante con ningunas pensiones, o reservas de frutos, ninguna de las iglesias catedrales, cuyas rentas no excedan la suma de mil ducados, ni las de las parroquiales que no suban de cien ducados, según su efectivo valor anual. En aquellas ciudades también, y en aquellos lugares en que las parroquias no tienen límites determinados, ni sus curas pueblo peculiar que gobernar, sino que promiscuamente administran los Sacramentos a los que los piden; manda el santo Concilio a todos los Obispos, que para asegurarse más bien de la salvación de las almas que les están encomendadas, dividan el pueblo en parroquias determinadas y propias, y asignen a cada una su párroco perpetuo y particular que pueda conocerlas, y de cuya sola mano les sea permitido recibir los Sacramentos; o den sobre esto otra providencia más útil, según lo pidiere la calidad del lugar. Cuiden también de poner esto mismo en ejecución, cuanto más pronto puedan, en aquellas ciudades y lugares donde no hay parroquia alguna; sin que obsten privilegios ningunos, ni costumbres, aunque sean inmemoriales.
CAP. XIV. Prohíbense las rebajas de frutos, que no se invierten en usos piadosos, cuando se proveen beneficios, o se admite a tomar posesión de ellos.
Constando que se practica en muchas iglesias, así catedrales como colegiatas y parroquiales, por sus constituciones o mala costumbre, imponer en la elección, presentación, nombramiento, institución, confirmación, colación, u otra provisión, o admisión a tomar posesión de alguna iglesia catedral, o de beneficio, canongias o prebendas, o a la parte de las rentas, o de las distribuciones cotidianas, ciertas condiciones o rebajas de los frutos, pagas, promesas o compensaciones ilícitas, o ganancias que en algunas iglesias llaman de Turnos; el santo Concilio, detestando todo esto, manda a los Obispos no permitan cosa alguna de estas a no invertirse en usos piadosos, así como no permitan ningunas entradas que traigan sospechas del pecado de simonía, o de indecente avaricia; e igualmente que examinen los mismos con diligencia sus constituciones o costumbres sobre lo mencionado, y a excepción de las que aprueben como loables, desechen y anulen todas las demás como perversas y escandalosas. Decreta también, que todos los que de cualquier modo delincan contra lo comprendido en este presente decreto, incurran en las penas impuestas contra los simoníacos en los sagrados cánones, y en otras varias constituciones de los sumos Pontífices, que todas las renueva; sin que obsten a esta determinación ningunos estatutos, constituciones, ni costumbres, aunque sean inmemoriales, y confirmadas por autoridad Apostólica; de cuya subrepción, obrepción, y falta de intención pueda tomar conocimiento el Obispo, como delegado de la Sede Apostólica.
CAP. XV. Método de aumentar las prebendas cortas de las catedrales, y de las colegiatas insignes.
En las iglesias catedrales, y en las colegiatas insignes, donde las prebendas son muchas, y por consecuencia tan cortas, así como las distribuciones cotidianas, que no alcancen a mantener según la calidad del lugar y personas, la decente graduación de los canónigos, puedan unir a ellas los Obispos, con consentimiento del cabildo, algunos beneficios simples, con tal que no sean regulares; o en caso de que no haya lugar de tomar esta providencia, puedan reducirlas a menor número, suprimiendo algunas de ellas, con consentimiento de los patronos, si son de derecho de patronato de legos; aplicando sus frutos y rentas a la masa de las distribuciones cotidianas de las prebendas restantes; pero de tal suerte, que se conserven las suficientes para celebrar con comodidad los divinos oficios, de modo correspondiente a la dignidad de la iglesia; sin que obsten contra esto ningunas constituciones, ni privilegios, ni reserva alguna, general ni especial, así como ninguna afección; y sin que puedan anularse, o impedirse las uniones, o suspensiones mencionads por ninguna provisión, ni aun en fuerza de resignación, ni por otras ningunas derogaciones ni suspensiones.
CAP. XVI. Del ecónomo y vicario que se ha de nombrar en sede vacante. Tome después el Obispo residencia a todos los oficiales de los empleos que hayan ejercido.
Señale el cabildo en la sede vacante, en los lugares que tiene el cargo de percibir los frutos, uno o muchos administradores fieles y diligentes, que cuiden de las cosas pertenecientes a la iglesia y sus rentas; y de todo esto h ayan de dar razón a la persona que corresponda. Tenga además absoluta obligación de crear dentro de ocho días después de la muerte del Obispo, un oficial, o vicario, o de confirmar el que hubiere antes, y este sea a lo menos doctor o licenciado en derecho canónico, o por otra parte capaz, en caunto pueda ser, de esta comisión: si no se hiciere así, recaiga el derecho de este nombramiento en el Metropolitano. Y si la iglesia fuese la misma metropolitana, o fuese exenta, y el cabildo negligente, como queda dicho; en este caso pueda el Obispo más antiguo de los sufragáneos señalar en la iglesia metropolitana, y el Obispo más inmediato en la exenta, administrador y vicario de capacidad. Mas el Obispo que fuere promovido a la iglesia vacante, tome cuentas de los oficios, de la jurisdicción, administración, o cualquiera otro empleo de estos, en las cosas que le pertenecen, a los mismos ecónomos, vicario y demás oficiales, cualesquiera que sean, así como a los administradores que fueron nombrados en la sede vacante por el cabildo o por otras personas constituidas en su lugar, aunque sean individuos del mismo cabildo, pudiendo castigar a los que hayan delinquido en el oficio, o administración de sus cargos; aun en el caso que los oficiales mencionados hayan dado sus cuentas, y obtenido la remisión, o finiquito del cabildo o de sus diputados. Tenga también el cabildo obligación de dar cuenta al mismo Obispo de las escrituras pertenecientes a la iglesia, si entraron algunas en su poder.
CAP. XVII. En qué ocasión sea lícito conferir a uno muchos beneficios, y a este retenerlos.
Pervirtiéndose la jerarquía eclesiástica, cuando ocupa uno los empleos de muchos clérigos; santamente han precavido los sagrados cánones, que no es conveniente destinar una persona a dos iglesias. Mas por cuanto muchos llevados de la detestable pasión de la codicia, y engañándose a sí mismos, no a Dios, no se avergüenzan de eludir con varios artificios las disposiciones que están justamente establecidas, ni de gozar a un mismo tiempo muchos beneficios; el santo Concilio, deseando restablecer la debida disciplina en el gobierno de las iglesias, determina por el presente decreto, que manda observen toda suerte de personas, cualesquiera que sean, por cualquier título que tengan, aunque estén distinguidas con la preeminencia de Cardenales, que en adelante únicamente se confiera un solo beneficio eclesiástico a cada particular; y si este no fuese suficiente para mantener con decencia la vida de la persona a quien se confiere, sea permitido en este caso conferir a la misma otro beneficio simple suficiente, con la circunstancia de que no pidan los dos residencia personal. Todo lo cual se ha de entender no sólo respecto de las iglesias catedrales, sino también respecto de todos los demás beneficios, cualesquiera que sean, así seculares como regulares, aun de encomiendas, y de cualquiera otro título y calidad. Y los que al presente obtienen muchas iglesias parroquiales, o una catedral y otra parroquial, sean absolutamente precisados a renunciar dentro del tiempo de seis meses todas las parroquiales, reservándose únicamente solo una parroquial, o catedral; sin que obsten en contrario ningunas dispensas, ni uniones hechas por el tiempo de su vida: a no hacerse así, repútense por vacantes de derecho las parroquiales, y todos los beneficios que obtienen, y confiéranse libremente como vacantes a otras personas idóneas; sin que las personas que antes los poseían puedan retener en sana conciencia los frutos después del tiempo que se ha señalado. Desea no obstante el santo Concilio, que se de providencia sobre las necesidades de los que renuncian, mediante alguna disposición oportuna, según pareciere conveniente al sumo Pontífice.
CAP. XVIII. Vacando alguna iglesia parroquial, depute el Obispo un vicario hasta que se le provea de cura. De qué modo, y por quiénes se deben examinar los nombrados a iglesias parroquiales.
Es en sumo grado conducente a la salvación de las almas que las gobiernen párrocos dignos y capaces. Para que esto se logre con la mayor exactitud y perfección, establece el santo Concilio, que cuando acaeciere que llegue a vacar una iglesia parroquial por muerte, o resignación, aunque sea en la curia Romana, o de otro cualquier modo, aunque se diga pertenecer el cuidado de ella al Obispo, y se administre por una o por muchas personas, aunque sea en iglesias patrimoniales, o que se llaman receptivas, en las que ha habido costumbre de que el Obispo dé a uno o a muchos el cuidado de las almas (a todos los cuales manda el Concilio estén obligados a hacer el examen que se va a prescribir), aunque la misma iglesia parroquial sea reservada, o afecta general o particularmente, aun en fuerza de indulto o privilegio hecho a favor de los Cardenales de la santa Iglesia Romana, o de Abades, o cabildos, deba el Obispo inmediatamente que tenga noticia de la vacante, si fuese necesario, establecer en ella un vicario capaz, con congrua suficiente de frutos, a su arbitrio; el cual deba cumplir todas las obligaciones de la misma iglesia, hasta que el curato se provea. En efecto el Obispo, y el que tiene derecho de patronato, dentro de diez días, o de otro término que prescriba el mismo Obispo, destine a presencia de los comisarios, o deputados para el examen, algunos clérigos capaces de gobernar aquella iglesia. Sea no obstante libre también a cualesquiera otros que conozcan personas proporcionadas para el empleo, dar noticia de ellas; para que después se puedan hacer exactas averiguaciones sobre la edad, costumbres y suficiencia de cada uno. Y si según el uso de la provincia pareciere más conveniente al Obispo, o al sínodo provincial, convoque aun por edictos públicos a los que quisieren ser examinados. Cumplido el término y tiempo prescritos, sean todos los que estén en lista examinados por el Obispo, o si este se hallase impedido, por su vicario general, y otros examinadores, cuyo número no será menos de tres; y si en la votación se dividieren en partes iguales, o vote cada uno por sujeto diferente, pueda agregarse el Obispo, o el vicario a quien más bien le pareciere. Proponga el Obispo, o su vicario, todos los años en el sínodo diocesano, seis examinadores por lo menos, que sean a satisfacción, y merezcan la aprobación del sínodo. Y cuando haya alguna vacante de iglesia, cualquiera que sea, elija el Obispo tres de ellos que le acompañen en el examen; y ocurriendo después otra vacante, elija entre los seis mencionados o los mismos tres antecedentes, o los otros tres, según le pareciere. Sean empero estos examinadores maestros, o doctores, o licenciados en teología, o en derecho canónico, u otros clérigos o regulares, aun de las órdenes mendicantes, o también seglares, los que parecieren más idóneos; y todos juren sobre los santos Evangelios, que cumplirán fielmente con su encargo, sin respeto a ningún afecto, o pasión humana. Guárdense también de recibir absolutamente cosa alguna con motivo del examen, ni antes ni después de él: y a no hacerlo así, incurran en el crimen de simonía tanto ellos como los que les regalan, y no puedan ser absueltos de ella, si no hacen dimisión de los beneficios que de cualquier modo obtenían aun antes de esto; quedando inhábiles para obtener otros después. Y estén obligados a dar satisfacción de todo esto no sólo a Dios, sino también ante el sínodo provincial, si fuese necesario; el que podrá castigarlos gravemente a su arbitrio, si se certificare que han faltado a su deber. Después de esto, finalizado el examen, den los examinadores cuenta de todos los sujetos que hayan encontrado aptos por su edad, costumbres, doctrina, prudencia, y otras circunstancias conducentes al gobierno de la iglesia vacante; y elija de ellos el Obispo al que entre todos juzgare más idóneo, y a este y no a otro ha de conferir la iglesia la persona a quien tocare hacer la colación. Si fuere de derecho de patronato eclesiástico, pero que pertenezca su institución al Obispo, y no a otro, tenga el patrono obligación de presentarle la persona que juzgare más digna entre las aprobadas por los examinadores, para que el Obispo le confiera el beneficio. Mas cuando haya de hacer la colación otro que no sea el Obispo, en este caso elija el Obispo solo de entre los dignos el más digno, que presentará el patrono a quien toca la colación. Si fuese el beneficio de derecho de patronato de legos, deba ser examinada la persona presentada por el patrono, como arriba se ha dicho, por los examinadores deputados, y no se admita si no le hallaren idóneo. En todos estos casos referidos no se provea la iglesia a ninguno que no sea de los examinados mencionados, y aprobados por los examinadores según la regla referida; sin que impida o suspenda los informes de los mismos examinadores, de suerte que dejen de tener efecto, devolución ninguna ni apelación, aunque sea para ante la Sede Apostólica, o para ante los Legados, o Vicelegados, o Nuncios de la misma Sede, o para ante los Obispos, Metropolitanos, Primados o Patriarcas: a no ser así, el vicario interino que el Obispo voluntariamente señaló, o acaso después señalare, para gobernar la iglesia vacante, no deje la custodia y administración de la misma iglesia, hasta que se haga la provisión o en el mismo, o en otro que fuere aprobado y elegido del modo que queda expuesto; reputándose por subrepticias todas las provisiones o colaciones que se hagan de modo diferente que el de la fórmula explicada, sin que obsten a este decreto exenciones ningunas, indultos, privilegios, prevenciones, afecciones, nuevas provisiones, indultos concedidos a universidades, aun los de hasta cierta cantidad, ni otros ningunos impedimentos. Mas si las rentas de la expresada parroquial fuesen tan cortas, que no correspondan al trabajo de este examen; o no haya persona que quiera sujetarse a él; o si por las manifiestas parcialidades o facciones que haya en algunos lugares, se pueden fácilmente originar mayores disensiones y tumultos; podrá el Ordinario, si así le pareciere conveniente según su conciencia y con el dictamen de los deputados, valerse de otro examen secreto; omitiendo el método prescrito, y observando no obstante todas las demás circunstancias arriba mencionadas. Tendrá también autoridad el concilio provincial para disponer lo que juzgare que se debe añadir o quitar en todo lo arriba dicho, sobre el método que se ha de observar en los exámenes.
CAP. XIX. Abróganse los mandamientos de providendo, las expectativas, y otras gracias de esta naturaleza.
Decreta el santo Concilio que a nadie en adelante se concedan mandamientos de providendo, ni las gracias que llaman expectativas, ni aun a colegios, universidades, senados, ni a ningunas personas particulares, ni aun bajo el nombre de indulto, o hasta cierta suma, ni con ningún otro pretexto; y que a nadie tampoco sea lícito usar de las que hasta el presente se le hayan concedido. Tampoco se concedan a persona alguna, ni aun a los Cardenales de la santa Romana Iglesia, reservaciones mentales ni otras ningunas gracias para obtener los beneficios que vaquen de futuro, ni indultos para iglesias ajenas o monasterios; y todos los que hasta aquí se han concedido, ténganse por abrogados.
CAP. XX. Método de proceder en las causas pertenecientes al foro eclesiástico.
Todas las causas que de cualquier modo pertenezcan al foro eclesiástico, aunque sean beneficiales, sólo se han de conocer en primera instancia ante los Ordinarios de los lugares, y precisamente se han de finalizar dentro de dos años, a lo más, desde el día en que se entabló la litis o proceso: si no se hace así, sea libre a las partes, o a una de ellas, recurrir pasado aquel tiempo a tribunal superior, como por otra parte sea competente; y este tomará la causa en el estado que estuviere, y procurará terminarla con la mayor prontitud. Antes de este tiempo no se cometan a otros, ni se avoquen, ni tampoco admitan superiores ningunos las apelaciones que interpongan las partes; ni se permita su comisión, o inhibición, sino después de la sentencia definitiva, o de la que tenga fuerza de definitiva, y cuyos daños no se puedan resarcir apelando de la definitiva. Exceptúense las causas, que según los cánones, deben tratarse ante la Sede Apostólica; o las que juzgare el sumo Pontífice por urgentes y razonables causas, cometer, o avocar, por escrito especial de la signatura de su Santidad, que debe ir firmada de su propia mano. Además de esto, no se dejen las causas matrimoniales, ni criminales al juicio del Dean, Arcediano u otros inferiores, ni aun en el tiempo de la visita, sino al examen y jurisdicción del Obispo, aunque haya en las circunstancias alguna litis pendiente, con cualquier instancia que esté, entre el Obispo y Dean, o Arcediano u otros inferiores, sobre el conocimiento de estas causas. Y si la una parte probare ante el Obispo, que es verdaderamente pobre, no se le obligue a litigar en la misma causa matrimonial fuera de la provincia, ni en segunda ni en tercera instancia, a no querer suministrarle la otra parte sus alimentos, y los gastos de pleito. Igualmente no presuman los Legados, aunque sean a latere, los Nuncios, los gobernadores eclesiásticos, u otros, en fuerza de ningunas facultades, no sólo poner impedimento a los Obispos en las causas mencionadas, o usurpar en algún modo su jurisdicción, o perturbarles en ella; pero ni aun tampoco proceder contra los clérigos, u otras personas eclesiásticas, a no haber requerido antes al Obispo, y ser este negligente: de otro modo sean de ningún momento sus procesos y determinaciones; y queden además obligados a satisfacer el daño causado a las partes. Añádese, que si alguno apelare en los casos permitidos por derecho, o se quejare de algún gravamen, o recurriere a otro juez por la circunstancia de haberse pasado los dos años que quedan mencionados; tenga obligación de presentar a su costa ante el juez de apelación todos los autos hechos ante el Obispo, con la circunstancia de amonestar antes al mismo Obispo, con el fin de que pareciéndole conducente alguna cosa para entablar la causa, pueda informar de ella al juez de la apelación. Si compareciese la parte contra quien se apela, oblíguesela también a pagar su cota en los gastos de la compulsa de los autos, en caso de querer valerse de ellos; a no ser que se observe otra práctica por costumbre del lugar; es a saber, que pague el apelante los gastos por entero. Tenga el notario obligación de dar copia de los mismos autos al apelante con la mayor prontitud, y a más tardar, dentro de un mes, pagándole el competente salario por su trabajo. Y si el notario cometiese el fraude de diferir la entrega, quede suspenso del ejercicio de su empleo a voluntad del Ordinario, y oblíguesele a pagar en pena doble cantidad de la que importaren los autos, la que se ha de repartir entre el apelante y los pobres del lugar. Si el juez fuese también sabedor o partícipe de estos obstáculos o dilaciones, o se opusiere de otro modo a que se entreguen enteramente los autos al apelante dentro del dicho término; pague también la pena de doble cantidad, según está dicho: sin que obsten a la ejecución de todo lo expresado ningunos privilegios, indultos, concordias que obliguen sólo a sus autores, ni otras costumbres, cualesquiera que sean.
CAP. XXI. Declárase que por ciertas palabras arriba expresadas, no se altera el modo acostumbrado de tratar las materias en los concilios generales.
Deseando el santo Concilio que no haya motivos de duda en los tiempos venideros sobre la inteligencia de los decretos que ha publicado; explica y declara: que en aquellas palabras insertas en el decreto promulgado en la Sesión primera, celebrada en tiempo de nuestro beatísimo Padre Pío IV; es a saber: "Las cosas que a proposición de los Legados y Presidentes parezcan conducentes y oportunas al mismo Concilio, para aliviar las calamidades de estos tiempos, apaciguar las disputas de religión, enfrenar las lenguas engañosas, corregir los abusos, y depravación de costumbres, y conciliar la verdadera y cristiana paz de la Iglesia": no fue su ánimo alterar en nada por las dichas palabras el método acostumbrado de tratar los negocios en los concilios generales; ni que se añadiese o quitase de nuevo cosa alguna, más ni menos de lo que hasta de presente se halla establecido por los sagrados cánones, y método de los concilios generales.
Asignación de la Sesión futura
Además de esto, el mismo sacrosanto Concilio establece y decreta, reservándose también el derecho de adelantar este término, que la Sesión próxima, que se ha de celebrar, se tendrá el jueves después de la Concepción de la bienaventurada Virgen María, que será el día nueve del próximo mes de diciembre; y en dicha Sesión se tratará del artículo VI, que ahora se ha diferido para ella, y de los restantes capítulos de reforma ya indicados, y de otros pertenecientes a esta. Si pareciere oportuno, y lo permitiere el tiempo, se podrá también tratar de algunos dogmas, como se propondrá a su tiempo en las Congregaciones.
Se adelantó el día de la Sesión.