EL SACRAMENTO DE LA EUCARÍSTIA

SESION XIII

Que es la III celebrada en tiempo del sumo Pontífice Julio III en 11 de octubre de 1551

DECRETO SOBRE EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

Aunque el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido por los mismos Legado y Nuncios de la santa Sede Apostólica, se ha juntado no sin particular dirección y gobierno del Espíritu Santo, con el fin de exponer la verdadera doctrina sobre la fe y Sacramentos, y con el de poner remedio a todas las herejías, y a otros gravísimos daños, que al presente afligen lastimosamente la Iglesia de Dios, y la dividen en muchos y varios partidos; ha tenido principalmente desde los principios por objeto de sus deseos, arrancar de raíz la zizaña de los execrables errores y cismas, que el demonio ha sembrado en estos nuestros calamitosos tiempos sobre la doctrina de fe, uso y culto de la sacrosanta Eucristía, la misma que por otra parte dejó nuestro Salvador en su Iglesia, como símbolo de su unidad y caridad, queriendo que con ella estuviesen todos los cristianos juntos y reunidos entre sí. En consecuencia pues, el mismo sacrosanto Concilio enseñando la misma sana y sincera doctrina sobre este venerable y divino sacramento de la Eucaristía, que siempre ha retenido, y conservará hasta el fin de los siglos la Iglesia católica, instruida por Jesucristo nuestro Señor y sus Apóstoles, y enseñada por el Espíritu Santo, que incesantemente le sugiere toda verdad; prohibe a todos los fieles cristianos, que en adelante se atrevan a creer, enseñar o predicar respecto de la santísima Eucaristía de otro modo que el que se explica y define en el presente decreto.

CAP. I. De la presencia real de Jesucristo nuestro Señor en el santísimo sacramento de la Eucaristía.

En primer lugar enseña el santo Concilio, y clara y sencillamente confiesa, que después de la consagración del pan y del vino, se contiene en el saludable sacramento de la santa Eucaristía verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo las especies de aquellas cosas sensibles; pues no hay en efecto repugnancia en que el mismo Cristo nuestro Salvador este siempre sentado en el cielo a la diestra del Padre según el modo natural de existir, y que al mismo tiempo nos asista sacramentalmente con su presencia, y en su propia substancia en otros muchos lugares con tal modo de existir, que aunque apenas lo podemos declarar con palabras, podemos no obstante alcanzar con nuestro pensamiento ilustrado por la fe, que es posible a Dios, y debemos firmísimamente creerlo. Así pues han profesado clarísimamente todos nuestros antepasados, cuantos han vivido en la verdadera Iglesia de Cristo, y han tratado de este santísimo y admirable Sacramento; es a saber, que nuestro Redentor lo instituyó en la última cena, cuando después de haber bendecido el pan y el vino; testificó a sus Apóstoles con claras y enérgicas palabras, que les daba su propio cuerpo y su propia sangre. Y siendo constante que dichas palabras, mencionadas por los santos Evangelistas, y repetidas después por el Apóstol san Pablo, incluyen en sí mismas aquella propia y patentísima significación, según las han entendido los santos Padres; es sin duda execrable maldad, que ciertos hombres contenciosos y corrompidos las tuerzan, violenten y expliquen en sentido figurado, ficticio o imaginario; por el que niegan la realidad de la carne y sangre de Jesucristo, contra la inteligencia unánime de la Iglesia, que siendo columna y apoyo de verdad, ha detestado siempre como diabólicas estas ficciones excogitadas por hombres impíos, y conservado indeleble la memoria y gratitud de este tan sobresaliente beneficio que Jesucristo nos hizo.

CAP. II. Del modo con que se instituyó este santísimo Sacramento.

Estando, pues, nuestro Salvador para partirse de este mundo a su Padre, instituyó este Sacramento, en el cual como que echó el resto de las riquezas de su divino amor para con los hombres dejándonos un monumento de sus maravillas, y mandándonos que al recibirle recordásemos con veneración su memoria, y anunciásemos su muerte hasta tanto que el mismo vuelva a juzgar al mundo. Quiso además que se recibiese este Sacramento como un manjar espiritual de las almas, con el que se alimenten y conforten los que viven por la vida del mismo Jesucristo, que dijo: Quien me come, vivirá por mí; y como un antídoto con que nos libremos de las culpas veniales, y nos preservemos de las mortales. Quiso también que fuese este Sacramento una prenda de nuestra futura gloria y perpetua felicidad, y consiguientemente un símbolo, o significación de aquel único cuerpo, cuya cabeza es él mismo, y al que quiso estuviésemos unidos estrechamente como miembros, por meido de la segurísima unión de la fe, la esperanza y la caridad, para que todos confesásemos una misma cosa, y no hubiese cismas entre nosotros.

CAP. III. De la excelencia del santísimo sacramento de la Eucaristía, respecto de los demás Sacramentos.

Es común por cierto a la santísima Eucaristía con los demás Sacramentos, ser símbolo o significación de una cosa sagrada, y forma o señal visible de la gracia invisible; no obstante se halla en él la excelencia y singularidad de que los demás Sacramentos entoncs comienzan a tener la eficacia de santificar cuando alguno usa de ellos; mas en la Eucaristía existe el mismo autor de la santidad antes de comunicarse: pues aun no habían recibido los Apóstoles la Eucaristía de mano del Señor, cuando él mismo afirmó con toda verdad, que lo que les daba era su cuerpo. Y siempre ha subsistido en la Iglesia de Dios esta fe, de que inmediatamente después de la consagración, existe bajo las especies de pan y vino el verdadero cuerpo de nuestro Señor, y su verdadera sangre, juntamente con su alma y divinidad: el cuerpo por cierto bajo la especie de pan, y la sangre bajo la especie de vino, en virtud de las palabras; mas el mismo cuerpo bajo la especie de vino, y la sangre bajo la de pan, y el alma bajo las dos, en fuerza de aquella natural conexión y concomitancia, por la que están unidas entre sí las partes de nuestro Señor Jesucristo, que ya resucitó de entre los muertos para no volver a morir; y la divinidad por aquella su admirable unión hipostática con el cuerpo y con el alma. Por esta causa es certísimo que se contiene tanto bajo cada una de las dos especies, como bajo de ambas juntas; pues existe Cristo todo, y entero bajo las especies de pan, y bajo cualquiera parte de esta especie: y todo también existe bajo la especie de vino y de sus partes.

CAP. IV. De la Transubstanciación.

Mas por cuanto dijo Jesucristo nuestro Redentor, que era verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la especie de pan, ha creído por lo mismo perpetuamente la Iglesia de Dios, y lo mismo declara ahora de nuevo este mismo santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino, se convierte toda la substancia del pan en la substancia del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, y toda la substancia del vino en la substancia de su sangre, cuya conversión ha llamado oportuna y propiamente Transubstanciación la santa Iglesia católica.

CAP. V. Del culto y veneración que se debe dar a este santísimo Sacramento.

No queda, pues, motivo alguno de duda en que todos los fieles cristianos hayan de venerar a este santísimo Sacramento, y prestarle, según la costumbre siempre recibida en la Iglesia católica, el culto de latría que se debe al mismo Dios. Ni se le debe tributar menos adoración con el pretexto de que fue instituido por Cristo nuestro Señor para recibirlo; pues creemos que está presente en él aquel mismo Dios de quien el Padre Eterno, introduciéndole en el mundo, dice: Adórenle todos los Angeles de Dios; el mismo a quien los Magos postrados adoraron; y quien finalmente, según el testimonio de la Escritura, fue adorado por los Apóstoles en Galilea. Declara además el santo Concilio, que la costumbre de celebrar con singular veneración y solemnidad todos los años, en cierto día señalado y festivo, este sublime y venerable Sacramento, y la de conducirlo en procesiones honorífica y reverentemente por las calles y lugares públicos, se introdujo en la Iglesia de Dios con mucha piedad y religión. Es sin duda muy justo que haya señalados algunos días de fiesta en que todos los cristianos testifiquen con singulares y exquisitas demostraciones la gratitud y memoria de sus ánimos respecto del dueño y Redentor de todos, por tan inefable, y claramente divino beneficio, en que se representan sus triunfos, y la victoria que alcanzó de la muerte. Ha sido por cierto debido, que la verdad victoriosa triunfe de tal modo de la mentira y herejía, que sus enemigos a vista de tanto esplendor, y testigos del grande regocijo de la Iglesia universal, o debilitados y quebrantados se consuman de envidia, o avergonzados y confundidos vuelvan alguna vez sobre sí.

CAP. VI. Que se debe reservar el sacramento de la sagrada Eucaristía, y llevar a los enfermos.

Es tan antigua la costumbre de guardar en el sagrario la santa Eucaristía, que ya se conocía en el siglo en que se celebró el concilio Niceno. Es constante, que a más de ser muy conforme a la equidad y razón, se halla mandado en muchos concilios, y observado por costumbre antiquísima de la Iglesia católica, que se conduzca la misma sagrada Eucaristía para administrarla a los enfermos, y que con este fin se conserve cuidadosamente en las iglesias. Por este motivo establece el santo Concilio, que absolutamente debe mantenerse tan saludable y necesaria costumbre.

CAP. VII. De la preparación que debe preceder para recibir dignamente la sagrada Eucaristía.

Si no es decoroso que nadie se presente a ninguna de las demás funciones sagradas, sino con pureza y santidad; cuanto más notoria es a las personas cristianas la santidad y divinidad de este celeste Sacramento, con tanta mayor diligencia por cierto deben procurar presentarse a recibirle con grande respeto y santidad; principalmente constándonos aquellas tan terribles palabras del Apóstol san Pablo: Quien come y bebe indignamente, come y bebe su condenación; pues no hace diferencia entre el cuerpo del Señor y otros manjares. Por esta causa se ha de traer a la memoria del que quiera comulgar el precepto del mismo Apóstol: Reconózcase el hombre a sí mismo. La costumbre de la Iglesia declara que es necesario este examen, para que ninguno sabedor de que está en pecado mortal, se pueda acercar, por muy contrito que le parezca hallarse, a recibir la sagrada Eucaristía, sin disponerse antes con la confesión sacramental; y esto mismo ha decretado este santo Concilio observen perpetuamente todos los cristianos, y también los sacerdotes, a quienes correspondiere celebrar por obligación, a no ser que les falte confesor. Y si el sacerdote por alguna urgente necesidad celebrare sin haberse confesado, confiese sin dilación luego que pueda.

CAP. VIII. Del uso de este admirable Sacramento.

Con mucha razón y prudencia han distinguido nuestros Padres respecto del uso de este Sacramento tres modos de recibirlo. Enseñaron, pues, que algunos lo reciben sólo sacramentalmente, como son los pecadores; otros sólo espiritualmente, es a saber, aquellos que recibiendo con el deseo este celeste pan, perciben con la viveza de su fe, que obra por amor, su fruto y utilidades; los terceros son los que le reciben sacramental y espiritualmente a un mismo tiempo; y tales son los que se preparan y disponen antes de tal modo, que se presentan a esta divina mesa adornados con las vestiduras nupciales. Mas al recibirlo sacramentalmente siempre ha sido costumbre de la Iglesia de Dios, que los legos tomen la comunión de mano de los sacerdotes, y que los sacerdotes cuando celebran, se comulguen a sí mismos: costumbre que con mucha razón se debe mantener, por provenir de tradición apostólica. Finalmente el santo Concilio amonesta con paternal amor, exhorta, ruega y suplica por las entrañas de misericordia de Dios nuestro Señor a todos, y a cada uno de cuantos se hallan alistados bajo el nombre de cristianos, que lleguen finalmente a convenirse y conformarse en esta señal de unidad, en este vínculo de caridad, y en este símbolo de concordia; y acordándose de tan suprema majestad, y del amor tan extremado de Jesucristo nuestro Señor, que dio su amada vida en precio de nuestra salvación, y su carne para que nos sirviese de alimento; crean y veneren estos sagrados misterios de su cuerpo y sangre, con fe tan constante y firme, con tal devoción de ánimo, y con tal piedad y reverencia, que puedan recibir con frecuencia aquel pan sobresubstancial, de manera que sea verdaderamente vida de sus almas, y salud perpetua de sus entendimientos, para que confortados con el vigor que de él reciban, puedan llegar del camino de esta miserable peregrinación a la patria celestial, para comer en ella sin ningún disfraz ni velo el mismo pan de Angeles, que ahora comen bajo las sagradas especies. Y por cuanto no basta exponer las verdades, si no se descubren y refutan los errores; ha tenido a bien este santo Concilio añadir los cánones siguientes, para que conocida ya la doctrina católica, entiendan también todos cuáles son las herejías de que deben guardarse, y deben evitar.

CÁNONES DEL SACROSANTO SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

CAN. I. Si alguno negare, que en el santísimo sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre juntamente con el alma y divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y por consecuencia todo Cristo; sino por el contrario dijere, que solamente está en él como en señal o en figura, o virtualmente; sea excomulgado.

CAN. II. Si alguno dijere, que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía queda substancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo; y negare aquella admirable y singular conversión de toda la substancia del pan en el cuerpo, y de toda la substancia del vino en la sangre, permaneciendo solamente las especies de pan y vino; conversión que la Iglesia católica propísimamente llama Transubstanciación; sea excomulgado.

CAN III. Si alguno negare, que en el venerable sacramento de la Eucaristía se contiene todo Cristo en cada una de las especies, y divididas estas, en cada una de las partículas de cualquiera de las dos especies; sea excomulgado.

CAN. IV. Si alguno dijere, que hecha la consagración no está el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable sacramento de la Eucaristía, sino solo en el uso, mientras que se recibe, pero no antes, ni después; y que no permanece el verdadero cuerpo del Señor en las hostias o partículas consagradas que se reservan, o quedan después de la comunión; sea excomulgado.

CAN. V. Si alguno dijere, o que el principal fruto de la sacrosanta Eucaristía es el perdón de los pecados, o que no provienen de ella otros efectos; sea excomulgado.

CAN. VI. Si alguno dijere, que en el santo sacramento de la Eucaristía no se debe adorar a Cristo, hijo unigénito de Dios, con el culto de latría, ni aun con el externo; y que por lo mismo, ni se debe venerar con peculiar y festiva celebridad; ni ser conducido solemnemente en procesiones, según el loable y universal rito y costumbre de la santa Iglesia; o que no se debe exponer públicamente al pueblo para que le adore, y que los que le adoran son idólatras; sea excomulgado.

CAN. VII. Si alguno dijere, que no es lícito reservar la sagrada Eucaristía en el sagrario, sino que inmediatamente después de la consagración se ha de distribuir de necesidad a los que estén presentes; o dijere que no es lícito llevarla honoríficamente a los enfermos; sea excomulgado.

CAN. VIII. Si alguno dijere, que Cristo, dado en la Eucaristía, sólo se recibe espiritualmente, y no también sacramental y realmente; sea excomulgado.

CAN. IX. Si alguno negare, que todos y cada uno de los fieles cristianos de ambos sexos, cuando hayan llegado al completo uso de la razón, están obligados a comulgar todos los años, a lo menos en Pascua florida, según el precepto de nuestra santa madre la Iglesia; sea excomulgado.

CAN. X. Si alguno dijere, que no es lícito al sacerdote que celebra comulgarse a sí mismo; sea excomulgado.

CAN. XI. Si alguno dijere, que sola la fe es preparación suficiente para recibir el sacramento de la santísima Eucaristía; sea excomulgado. Y para que no se reciba indignamente tan grande Sacramento, y por consecuencia cause muerte y condenación; establece y declara el mismo santo Concilio, que los que se sienten gravados con conciencia de pecado mortal, por contritos que se crean, deben para recibirlo, anticipar necesariamente la confesión sacramental, habiendo confesor. Y si alguno presumiere enseñar, predicar o afirmar con pertinacia lo contrario, o también defenderlo en disputas públicas, quede por el mismo caso excomulgado.

DECRETO SOBRE LA REFORMA

Proemio

Es obligación de los Obispos amonestar sus súbditos, en especial los que tienen cura de almas, a que cumplan con su ministerio.

Siendo propia obligación de los Obispos corregir los vicios de todos los súbditos; deben precaver principalmente que los clérigos, en especial los destinados a la cura de almas, no sean criminales, ni vivan por su condescendencia deshonestamente; pues si les permiten vivir con malas, y corrompidas costumbres, ¿cómo los Obispos reprenderán a los legos sus vicios, pudiendo estos convencerlos con sola una palabra; es a saber, por qué permiten que sean los clérigos peores? ¿Y con qué libertad podrán tampoco reprender los sacerdotes a los legos, cuando interiormente les está diciendo su conciencia que han cometido lo mismo que reprenden? Por tanto amonestarán los Obispos a sus clérigos, de cualquier orden que sean, que den buen ejemplo en su trato, en sus palabras y doctrina, al pueblo de Dios que les está encomendado, acordándose de lo que dice la Escritura: Sed santos, pues yo lo soy. Y según las palabras del Apóstol: A nadie den escándalo, para que no se vitupere su ministerio; sino pórtense en todo como ministros de Dios, de suerte que no se verifique en ellos el dicho del Profeta: Los sacerdotes de Dios contaminan el santuario, y manifiestan que reprueban la ley. Y para que los mismos Obispos puedan lograr esto con mayor libertad, y no se les pueda en adelante impedir, ni estorbar con pretexto ninguno; el mismo sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, presidido de los mismos Legado y Nuncios de la Sede Apostólica, ha tenido por conveniente establecer y decretar los siguientes cánones.

CAP. I. Si los que tienen prohibición de ascender a las órdenes, si los que están entredichos, si los suspensos, ascienden a ellas, sean castigados.

Siendo más decoroso y seguro al súbdito servir en inferior ministerio, prestando la obediencia debida a sus superiores, que aspirar a dignidad de más alta jerarquía con escándalo de estos mismos; no valga licencia alguna para ser promovido contra la voluntad de su Prelado, a ninguno, a quien esté entredicho por este el ascenso a las órdenes sagradas por cualquier causa que sea, aun por delito oculto, de cualquier modo, aunque sea extrajudicialmente: como ni tampoco sirva la restitución, o restablecimiento en sus primeras órdenes, grados, dignidades, u honores al que estuviere suspenso de sus órdenes, o grados, o dignidades eclesiásticas.

CAP. II. Si confiriese el Obispo cualesquiera órdenes a quien no sea súbdito suyo, aunque sea su familiar, sin expreso consentimiento del propio Prelado, quede sujeto uno y otro a la pena establecida.

Y por cuanto algunos Obispos asignados a iglesias que se hallan en poder de infieles, careciendo de clero y pueblo cristiano, viviendo casi vagabundos, y sin tener mansión permanente, buscan no lo que es de Jesucristo, sino ovejas ajenas, sin que tenga conocimiento de esto el propio pastor; viendo que les prohibe este sagrado Concilio ejercer el ministerio pontifical en diócesis ajena, a no tener licencia expresa del Ordinario del lugar, restringida a sólo las personas sujetas al mismo Ordinario; eligen temerariamente en fraude y desprecio de la ley, sede como episcopal en lugares exentos de toda diócesis, y se atreven a distinguir con el carácter clerical, y promover a las sagradas órdenes, hasta la del sacerdocio, a cualesquiera que les presentan, aunque no tengan dimisorias de sus Obispos, o Prelados; de lo que resulta por lo común, que ordenándose personas menos idóneas, rudas, e ignorantes, y reprobadas como inhábiles, e indignas por sus Obispos, ni pueden desempeñar los divinos oficios, ni administrar bien los Sacramentos de la Iglesia: ningún Obispo de los que se llaman Titulares pueda promover súbdito alguno de otro Obispo a las sagradas órdenes, ni a las menores, o primera tonsura, ni ordenarle en lugares de ninguna diócesis, aunque sean exentos, ni en monasterio alguno de cualquier orden que sea, aunque estén de asiento, o se detengan en ellos, en virtud de ningún privilegio que se les haya concedido por cierto tiempo, para promover a cualquiera que se les presente, ni aun con el pretexto de que el ordenando es su familiar, y conmensal perpetuo, a no tener este el expreso consentimiento, o dimisorias de su propio Prelado. El que contraviniere quede suspenso ipso jure de las funciones pontificales por el tiempo de un año; y los que así fueren promovidos, lo quedarán también del ejercicio de sus órdenes, a voluntad de su Prelado.

CAP. III. El Obispo puede suspender sus clérigos ilegítimamente promovidos por otro, si no los hallase idóneos.

Pueda suspender el Obispo por todo el tiempo que le pareciere conveniente, del ejercicio de las órdenes recibidas, y prohibir que sirvan en el altar, o en cualquier grado, a todos sus clérigos, en especial los que estén ordenados in sacris, que hayan sido promovidos por cualquiera otra autoridad, sin que precediese su examen, y presentasen sus dimisorias, aunque estén aprobados como hábiles por el mismo que les confirió las órdenes; siempre que los halle menos idóneos y capaces de lo necesario para celebrar los oficios divinos, o administrar los sacramentos de la Iglesia.

CAP. IV. No se exima clérigo alguno de la corrección del Obispo, aunque sea fuera de la visita.

Todos los Prelados eclesiásticos, cuya obligación es poner sumo cuidado y diligencia en corregir los excesos de sus súbditos, y de cuya jurisdicción no se ha de tener por exento, según los estatutos de este santo Concilio, clérigo ninguno, con el pretexto de cualquier privilegio que sea, para que no se le pueda visitar, castigar y corregir según lo establecido en los Cánones; tengan facultad residiendo en sus iglesias, de corregir, y castigar a cualesquier clérigos seculares, de cualquier modo que estén exentos, como por otra parte estén sujetos a su jurisdicción, de todos sus excesos, crímenes y delitos, siempre y cuando sea necesario, y aun fuera del tiempo de la visita, como delegados en esto de la Sede Apostólica; sin que sirvan de ninguna manera a dichos clérigos, ni a sus parientes, capellanes, familiares, procuradores, ni a otros cualesquiera, por contemplación, y condescendencia a los mismos exentos, ningunas exenciones, declaraciones, costumbres, sentencias, juramentos, ni concordias que sólo obliguen a sus autores.

CAP. V. Se asignan límites fijos a la jurisdicción de los jueces conservadores.

Además de esto, habiendo algunas personas que so color de que les hacen diversas injusticias, y los molestan sobre sus bienes, haciendas y derechos, logran letras conservatorias, por las que se les asignan jueces determinados que los amparen y defiendan de estas injurias y molestias, y los mantengan y conserven en la posesión, o casi posesión de sus bienes, haciendas y derechos, sin que permitan que sean molestados sobre esto; torciendo dichas letras en la mayor parte de las causas a mal sentido, contra la mente del que las concedió; por tanto a ninguna persona, de cualquiera dignidad y condición que sea, aunque sea un cabildo, sirvan absolutamente las letras conservatorias, sean las que fueren las cláusulas o decretos que incluyan, o los jueces que asignen, o sea el que fuere el pretexto o color con que estén concedidas, para que no pueda ser acusado y citado, e inquirirse y procederse contra él ante su Obispo, o ante otro superior ordinario, en las causas criminales y mixtas, o para que en caso de pertenecerle por cesión algunos derechos, no pueda ser citado libremente sobre ellos ante el juez ordinario. Tampoco le sea de modo alguno permitido en las causas civiles, en caso que proceda como actor, citar a ninguna persona para que sea juzgada ante sus jueces conservadores; y si acaeciere que en las causas en que fuere reo, ponga el actor nota de sospechoso al conservador, que haya escogido; o si se suscitase alguna controversia sobre competencia de jurisdicción entre los mismos jueces, es a saber, entre el conservador y el ordinario; no se pase adelante en la causa, hasta que den la sentencia los jueces árbitros que se escogieren, según forma de derecho, sobre la sospecha, o sobre la competencia de jurisdicción. Ni sirvan las letras conservatorias a los familiares, ni domésticos del que las obtiene, que suelen ampararse de semejantes letras, a excepción de dos solos domésticos; con la circunstancia de que estos han de vivir a expensas del que goza el privilegio. Ninguno tampoco pueda disfrutar más de cinco años el beneficio de las conservatorias. Tampoco sea permitido a los jueces conservadores tener tribunal abierto. En las causas de gracias, mercedes, o de personas pobres, debe permanecer en todo su vigor el decreto expedido sobre ellas por este santo Concilio; mas las universidades generales, y los colegios de doctores o estudiantes, y las casas de Regulares, así como los hospitales que actualmente ejercen la hospitalidad, e igualmente las personas de las universidades, colegios, lugares y hospitales mencionados, de ningún modo se comprendan en el presente decreto, sino queden enteramente exentas, y entiéndase que lo están.

CAP. VI. Decrétase pena contra los clérigos que ordenados in sacris, o que poseen beneficios, no llevan hábitos correspondientes a su orden.

Aunque la vida religiosa no consiste en el hábito, es no obstante debido, que los clérigos vistan siempre hábitos correspondientes a las órdenes que tienen, para mostrar en la decencia del vestido exterior la pureza interior de las costumbres: y por cuanto ha llegado a tanto en estos tiempos la temeridad de algunos, y el menosprecio de la religión, que estimando en poco su propia dignidad, y el honor del estado clerical, usan aun públicamente ropas seculares, caminando a un mismo tiempo por caminos opuestos, poniendo un pie en la iglesia, y otro en el mundo; por tanto todas las personas eclesiásticas, por exentas que sean, que o tuvieren órdenes mayores, o hayan obtenido dignidades, personados, oficios, o cualesquiera beneficios eclesiásticos, si después de amonestadas por su Obispo respectivo, aunque sea por medio de edicto público, no llevaren hábito clerical, honesto y proporcionado a su orden y dignidad, conforme a la ordenanza y mandamiento del mismo Obispo; puedan y deban ser apremiadas a llevarlo, suspendiéndolas de las órdenes, oficio, beneficio, frutos, rentas y provechos de los mismos beneficios; y además de esto, si una vez corregidas volvieren a delinquir, puedan y deban apremiarlas, aun privándolas también de los tales oficios y beneficios; innovando y ampliando la constitución de Clemente V, publicada en el concilio de Viena, cuyo principio es: Quoniam.

CAP. VII. Nunca se confieran las órdenes a los homicidas voluntarios; y cómo se conferirán a los casuales.

Debiendo aun ser removido del altar el que haya muerto a su prójimo con ocasión buscada y alevosamente; no pueda ser promovido en tiempo alguno a las sagradas órdenes cualquiera que haya cometido voluntariamente homicidio, aunque no se le haya probado este crimen en el orden judicial, ni sea público de modo alguno, sino oculto; ni sea lícito tampoco conferirle ningunos beneficios eclesiásticos, aunque sean de los que no tienen cura de almas; sino que perpetuamente quede privado de toda orden, oficio y beneficio eclesiástico. Mas si se expusiere que no cometió el homicidio de propósito, sino casualmente, o rechazando la fuerza con la fuerza, con el fin de defender su vida, en cuyo caso en cierto modo se le deba de derecho la dispensa para el ministerio de las órdenes sagradas, y del altar, y para obtener cualesquier beneficios y dignidades; cométase la causa al Ordinario del lugar, o si lo requiriesen las circunstancias, al Metropolitano, o al Obispo más vecino; quien no concederá la dispensa, sino con conocimiento de la causa, y después de dar por buena la relación y preces, y no de otro modo.

CAP. VIII. No sea lícito a ninguno, por privilegio que tenga, castigar clérigos de otra diócesis.

Además de esto, habiendo varias personas, y entre ellas algunos que son verdaderos pastores, y tienen ovejas propias, que procuran mandar sobre las ajenas, poniendo a veces tanto cuidado sobre los súbditos extraños, que abandonan el de los suyos; cualquiera que tenga privilegio de castigar los súbditos ajenos, no deba, aunque sea Obispo, proceder de ninguna manera contra los clérigos que no estén sujetos a su jurisdicción, en especial si tienen órdenes sagradas, aunque sean reos de cualesquiera delitos, por atroces que sean, sino es con la intervención del propio Obispo de los clérigos delincuentes, si residiere en su iglesia, o de la persona que el mismo Obispo depute. A no ser así, el proceso, y cuanto de él se siga, no sea de valor, ni efecto alguno.

CAP. IX. No se unan por ningún pretexto los beneficios de una diócesis con los de otra.

Y teniendo con muchísima razón separados sus términos las diócesis y parroquias, y cada rebaño asignados pastores peculiares, y las iglesias subalternas sus curas, que cada uno en particular deba cuidar de sus ovejas respectivas; con el fin de que no se confunda el orden eclesiástico, ni una misma iglesia pertenezca de ningún modo a dos diócesis con grave incomodidad de los feligreses; no se unan perpetuamente los beneficios de una diócesis, aunque sean iglesias parroquiales, vicarías perpetuas, o beneficios simples, o prestameras, o partes de prestameras, a beneficio, o monasterio, o colegio, ni a otra fundación piadosa de ajena diócesis; ni aun con el motivo de aumentar el culto divino, o el número de los beneficiados, ni por otra causa alguna; declarando deberse entender así el decreto de este sagrado Concilio sobre semejantes uniones.

CAP. X. No se confieran los beneficios regulares sino a regulares.

Si llegaren a vacar los beneficios regulares de que se suele proveer, y despachar título a los regulares profesos, por muerte o resignación de la persona que los obtenía en título, o de cualquiera otro modo; no se confieran sino a solos religiosos de la misma orden, o a los que tengan absoluta obligación de tomar su hábito, y hacer su profesión, para que no se de el caso de que vistan un ropaje tejido de lino y lana.

CAP. XI. Los que pasan a otra orden vivan en obediencia dentro de los monasterios, y sean incapaces de obtener beneficios seculares.

Por cuanto los regulares que pasan de una orden a otra, obtienen fácilmente licencia de sus superiores para vivir fuera del monasterio, y con esto se les da ocasión para ser vagabundos, y apóstatas; ningún Prelado, o superior de orden alguna, pueda en fuerza de ninguna facultad o poder que tenga, admitir a persona alguna a su hábito y profesión, sino para permanecer en vida claustral perpetuamente en la misma orden a que pasa, bajo la obediencia de sus superiores; y el que pase de este modo, aunque sea canónigo regular, quede absolutamente incapaz de obtener beneficios seculares, ni aun los que son curados.

CAP. XII. Ninguno obtenga derecho de patronato, a no ser por fundación o dotación.

Ninguno tampoco, de cualquiera dignidad eclesiástica o secular que sea, pueda ni deba impetrar, ni obtener por ningún motivo el derecho de patronato, si no fundare y constituyere de nuevo iglesia, beneficio o capellanía, o dotare competentemente de sus bienes patrimoniales la que esté ya fundada, pero que no tenga dotación suficiente. En el caso de fundación o dotación, resérvese al Obispo, y no a otra persona inferior, el mencionado nombramiento de patrono.

CAP. XIII. Hágase la presentación al Ordinario, y de otro modo téngase por nula la presentación e institución.

Además de esto, no sea permitido al patrono, bajo pretexto de ningún privilegio que tenga, presentar de ninguna manera persona alguna para obtener los beneficios del patronato que le pertenece, sino al Obispo que sea el Ordinario del lugar, a quien según derecho, y cesando el privilegio, pertenecería la provisión, o institución del mismo beneficio. De otro modo sean y ténganse por nulas la presentación e institución que acaso hayan tenido efecto.

CAP. XIV. Que en otra ocasión se tratará de la Misa, del sacramento del Orden, y de la reforma.

Declara además de esto el santo Concilio, que en la Sesión futura, que ya tiene determinado celebrar en el día 25 de enero del año siguiente 1552, se ha de ventilar, y tratar del sacramento del Orden, juntamente con el sacrificio de la Misa, y se han de proseguir las materias de la reforma.


LOS SACRAMENTOS DE LA PENITENCIA Y DE LA EXTREMAUNCIÓN

SESION XIV

Que es la IV celebrada en tiempo del sumo Pontífice Julio III en 25 de noviembre de 1551.

DOCTRINA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

No obstante que el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legado y Nuncios de la santa Sede Apostólica, ha hablado latamente, en el decreto sobre la Justificación, del sacramento de la Penitencia, con alguna necesidad por la conexión que tienen ambas materias; sin embargo, es tanta y tan varia la multitud de errores que hay en nuestro tiempo acerca de la Penitencia, que será muy conducente a la utilidad pública, dar más completa y exacta definición de este Sacramento; en la que demostrados y exterminados con el auxilio del Espíritu Santo todos los errores, quede clara y evidente la verdad católica; la misma que este santo Concilio al presente propone a todos los cristianos para que perpetuamente la observen.

CAP. I. De la necesidad e institución del sacramento de la Penitencia.

Si tuviesen todos los reengendrados tanto agradecimiento a Dios, que constantemente conservasen la santidad que por su beneficio y gracia recibieron en el Bautismo; no habría sido necesario que se hubiese instituido otro sacramento distinto de este, para lograr el perdón de los pecados. Mas como Dios, abundante en su misericordia, conoció nuestra debilidad; estableció también remedio para la vida de aquellos que después se entregasen a la servidumbre del pecado, y al poder o esclavitud del demonio; es a saber, el sacramento de la Penitencia, por cuyo medio se aplica a los que pecan después del Bautismo el beneficio de la muerte de Cristo. Fue en efecto necesaria la penitencia en todos tiempos para conseguir la gracia y justificación a todos los hombres que hubiesen incurrido en la mancha de algún pecado mortal, y aun a los que pretendiesen purificarse con el sacramento del Bautismo; de suerte que abominando su maldad, y enmendándose de ella, detestasen tan grave ofensa de Dios, reuniendo el aborrecimiento del pecado con el piadoso dolor de su corazón. Por esta causa dice el Profeta: Convertíos, y haced penitencia de todos vuestros pecados: y con esto no os arrastrará la iniquidad a vuestra perdición. También dijo el Señor: Si no hiciéreis penitencia, todos sin excepción pereceréis. Y el Príncipe de los Apóstoles san Pedro decía, recomendando la penitencia a los pecadores que habían de recibir el Bautismo: Haced penitencia, y recibid todos el Bautismo. Es de advertir, que la penitencia no era sacramento antes de la venida de Cristo, ni tampoco lo es después de esta, respecto de ninguno que no hay sido bautizado. El Señor, pues, estableció principalmente el sacramento de la Penitencia, cuando resucitado de entre los muertos sopló sobre sus discípulos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo: los pecados de aquellos que perdonáreis, les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos que no perdonáreis. De este hecho tan notable, y de estas tan claras y precisas palabras, ha entendido siempre el universal consentimiento de todos los PP. que se comunicó a los Apóstoles, y a sus legítimos sucesores el poder de perdonar, y de retener los pecados al reconciliarse los fieles que han caído en ellos después del Bautismo; y en consecuencia reprobó y condenó con mucha razón la Iglesia católica como herejes a los Novicianos, que en los tiempos antiguos negaron pertinazmente el poder de perdonar los pecados. Y esta es la razón porque este santo Concilio, al mismo tiempo que aprueba y recibe este verdaderísimo sentido de aquellas palabras del Señor, condena las interpretaciones imaginarias de los que falsamente las tuercen, contra la institución de este Sacramento, entendiéndolas de la potestad de predicar la palabra de Dios, y de anunciar el Evangelio de Jesucristo.

CAP. II. De la diferencia entre el sacramento de la Penitencia y el Bautismo.

Se conoce empero por muchas razones, que este Sacramento se diferencia del Bautismo; porque además de que la materia y la forma, con las que se completa la esencia del Sacramento, son en extremo diversas; consta evidentemente que el ministro del Bautismo no debe ser juez; pues la Iglesia no ejerce jurisdicción sobre las personas que no hayan entrado antes en ella por la puerta del Bautismo. ¿Qué tengo yo que ver, dice el Apóstol, sobre el juicio de los que están fuera de la Iglesia? No sucede lo mismo respecto de los que ya viven dentro de la fe, a quienes Cristo nuestro Señor llegó a hacer miembros de su cuerpo, lavándolos con el agua del Bautismo; pues no quiso que si estos después se contaminasen con alguna culpa, se purificaran repitiendo el Bautismo, no siendo esto lícito por razón alguna en la Iglesia católica; sino que quiso se presentasen como reos ante el tribunal de la Penitencia, para que por la sentencia de los sacerdotes pudiesen quedar absueltos, no sola una vez, sino cuantas recurriesen a él arrepentidos de los pecados que cometieron. Además de esto; uno es el fruto del Bautismo, y otro el de la Penitencia; pues vistiéndonos de Cristo por el Bautismo, pasamos a ser nuevas criaturas suyas, consiguiendo plena y entera remisión de los pecados; mas por medio del sacramento de la Penitencia no podemos llegar de modo alguno a esta renovación e integridad, sin muchas lágrimas y trabajos de nuestra parte, por pedirlo así la divina justicia: de suerte que con razón llamaron los santos PP. a la Penitencia especie de Bautismo de trabajo y aflicción. En consecuencia, es tan necesario este sacramento de la Penitencia a los que han pecado después del Bautismo, para conseguir la salvación, como lo es el mismo Bautismo a los que no han sido reengendrados.

CAP. III. De las partes y fruto de este Sacramento.

Enseña además de esto el santo Concilio, que la forma del sacramento de la Penitencia, en la que principalmente consiste su eficacia, se encierra en aquellas palabras del ministro: Ego te absolvo, etc., a las que loablemente se añaden ciertas preces por costumbre de la santa Iglesia; mas de ningún modo miran estas a la esencia de la misma forma, ni tampoco son necesarias para la administración del mismo Sacramento. Son empero como su propia materia los actos del mismo penitente; es a saber, la Contrición, la Confesión y la Satisfacción; y por tanto se llaman partes de la Penitencia, por cuanto se requieren de institución divina en el penitente para la integridad del Sacramento, y para el pleno y perfecto perdón de los pecados. Mas la obra y efecto de este Sacramento, por lo que toca a su virtud y eficacia, es sin duda la reconciliación con Dios; a la que suele seguirse algunas veces en las personas piadosas, y que reciben con devoción este Sacramento, la paz y serenidad de conciencia, así como un extraordinario consuelo de espíritu. Y enseñando el santo Concilio esta doctrina sobre las partes y efectos de la Penitencia, condena al mismo tiempo las sentencias de los que pretenden que los terrores que atormentan la conciencia, y la fe son las partes de este Sacramento.

CAP. IV. De la Contrición.

La Contrición, que tiene el primer lugar entre los actos del penitente ya mencionado, es un intenso dolor y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante. En todos tiempos ha sido necesario este movimiento de Contrición, para alcanzar el perdón de los pecados; y en el hombre que ha delinquido después del Bautismo, lo va últimamente preparando hasta lograr la remisión de sus culpas, si se agrega a la Contrición la confianza en la divina misericordia, y el propósito de hacer cuantas cosas se requieren para recibir bien este Sacramento. Declara, pues, el santo Concilio, que esta Contrición incluye no sólo la separación del pecado, y el propósito y principio efectivo de una vida nueva, sino también el aborrecimiento de la antigua, según aquellas palabras de la Escritura: Echad de vosotros todas vuestras iniquidades con las que habeis prevaricado; y formaos un corazón nuevo, y un espíritu nuevo. Y en efecto, quien considerare aquellos clamores de los santos: Contra ti solo pequé, y en tu presencia cometí mis culpas: Estuve oprimido en medio de mis gemidos; regaré con lágrimas todas las noches de mi lecho: Repasaré en tu presencia con amargura de mi alma todo el discurso de mi vida; y otros clamores de la misma especie; comprenderá fácilmente que dimanaron todos estos de un odio vehemente de la vida pasada, y de una detestación grande de las culpas. Enseña además de esto, que aunque suceda alguna vez que esta Contrición sea perfecta por la caridad, y reconcilie al hombre con Dios, antes que efectivamente se reciba el sacramento de la Penitencia; sin embargo no debe atribuirse la reconciliación a la misma Contrición, sin el propósito que se incluye en ella de recibir el Sacramento. Declara también que la Contrición imperfecta, llamada atrición, por cuanto comúnmente procede o de la consideración de la fealdad del pecado, o del miedo del infierno, y de las penas; como excluya la voluntad de pecar con esperanza de alcanzar el perdón; no sólo no hace al hombre hipócrita y mayor pecador, sin que también es don de Dios, e impulso del Espíritu Santo, que todavía no habita en el penitente, pero si sólo le mueve, y ayudado con él el penitente se abre camino para llegar a justificarse. Y aunque no pueda por sí mismo sin el sacramento de la Penitencia conducir el pecador a la justificación; lo dispone no obstante para que alcance la gracia de Dios en el sacramento de la Penitencia. En efecto aterrados útilmente con este temor os habitantes de Nínive, hicieron penitencia con la predicación de Jonás, llena de miedos y terrores, y alcanzaron misericordia de Dios. En este supuesto falsamente calumnian algunos a los escritores católicos, como si enseñasen que el sacramento de la Penitencia confiere la gracia sin movimiento bueno de los que la reciben: error que nunca ha enseñado ni pensado la Iglesia de Dios; y del mismo modo enseñan con igual falsedad, que la Contrición es un acto violento, y sacado por fuerza, no libre, ni voluntario.

CAP. V. De la Confesión.

De la institución que queda explicada del sacramento de la Penitencia ha entendido siempre la Iglesia universal, que el Señor instituyó también la Confesión entera de los pecados, y que es necesaria de derecho divino a todos los que han pecado después de haber recibido el Bautismo; porque estando nuestro Señor Jesucristo para subir de la tierra al cielo, dejó los sacerdotes sus vicarios como presidentes y jueces, a quienes se denunciasen todos los pecados mortales en que cayesen los fieles cristianos, para que con esto diesen, en virtud de la potestad de las llaves, la sentencia del perdón, o retención de los pecados. Consta, pues, que no han podido los sacerdotes ejercer esta autoridad de jueces sin conocimiento de la causa, ni proceder tampoco con equidad en la imposición de las penas, si los penitentes solo les hubiesen declarado en general, y no en especie, e individualmente sus pecados. De esto se colige, que es necesario que los penitentes expongan en la Confesión todas las culpas mortales de que se acuerdan, después de un diligente examen, aunque sean absolutamente ocultas, y solo cometidas contra los dos últimos preceptos del Decálogo; pues algunas veces dañan estas mas gravemente al alma, y son más peligrosas que las que se han cometido externamente. Respecto de las veniales, por las que no quedamos excluidos de la gracia de Dios, y en las que caemos con frecuencia; aunque se proceda bien, provechosamente y sin ninguna presunción, exponiéndolas en la Confesión; lo que demuestra el uso de las personas piadosas; no obstante se pueden callar sin culpa, y perdonarse con otros muchos remedios. Mas como todos los pecados mortales, aun los de solo pensamiento, son los que hacen a los hombres hijos de ira, y enemigos de Dios; es necesario recurrir a Dios también por el perdón de todos ellos, confesándolos con distinción y arrepentimiento. En consecuencia, cuando los fieles cristianos se esmeran en confesar todos los pecados de que se acuerdan, los proponen sin duda todos a la divina misericordia con el fin de que se los perdone. Los que no lo hacen así, y callan algunos a sabiendas, nada presentan que perdonar a la bondad divina por medio del sacerdote; porque si el enfermo tiene vergüenza de manifestar su enfermedad al médico, no puede curar la medicina lo que no conoce. Coligese además de esto, que se deben explicar también en la Confesión aquellas circunstancias que mudan la especie de los pecados; pues in ellas no pueden los penitentes exponer íntegramente los mismos pecados, ni tomar los jueces conocimiento de ellos; ni puede darse que lleguen a formar exacto juicio de su gravedad, ni a imponer a los penitentes la pena proporcionada a ellos. Por esta causa es fuera de toda razón enseñar que han sido inventadas estas circunstancias por hombres ociosos, o que sólo se ha de confesar una de ellas, es a saber, la de haber pecado contra su hermano. También es impiedad decir, que la Confesión que se manda hacer en dichos términos, es imposible; así como llamarla potro de tormento de las conciencias; pues es constante que sólo se pide en la Iglesia a los fieles, que después de haberse examinado cada uno con suma diligencia, y explorado todos los senos ocultos de su conciencia, confiese los pecados con que se acuerde haber ofendido mortalmente a su Dios y Señor; mas los restantes de que no se acuerda el que los examina con diligencia, se creen incluidos generalmente en la misma Confesión. Por ellos es por los que pedimos confiados con el Profeta: Purifícame, Señor, de mis pecados ocultos. Esta misma dificultad de la Confesión mencionada, y la vergüenza de descubrir los pecados, podría por cierto parecer gravosa, si no se compensase con tantas y tan grandes utilidades y consuelos; como certísimamente logran con la absolución todos los que se acercan con la disposición debida a este Sacramento. Respecto de la Confesión secreta con sólo el sacerdote, aunque Cristo no prohibió que alguno pudiese confesar públicamente sus pecados en satisfacción de ellos, y por su propia humillación, y tanto por el ejemplo que se da a otros como por la edificación de la Iglesia ofendida: sin embargo no hay precepto divino de esto; ni mandaría ninguna ley humana con bastante prudencia que se confesasen en público los delitos, en especial los secretos; de donde se sigue, que habiendo recomendado siempre los santísimos y antiquísimos Padres con grande y unánime consentimiento la Confesión sacramental secreta que ha usado la santa Iglesia desde su establecimiento, y al presente también usa; se refuta con evidencia la fútil calumnia de los que se atreven a enseñar que no está mandada por precepto divino; que es invención humana; y que tuvo principio de los Padres congregados en el concilio de Letran; pues es constante que no estableció la Iglesia en este concilio que se confesasen los fieles cristianos; estando perfectamente instruida de que la Confesión era necesaria, y establecida por derecho divino; sino sólo ordenó en él, que todos y cada uno cumpliesen el precepto de la Confesión a lo menos una vez en el año, desde que llegasen al uso de la razón, por cuyo establecimiento se observa ya en toda la Iglesia, con mucho fruto de las almas fieles, la saludable costumbre de confesarse en el sagrado tiempo de Cuaresma, que es particularmente acepto a Dios; costumbre que este santo Concilio da por muy buena, y adopta como piadosa y digna de que se conserve.

CAP. VI. Del ministro de este Sacramento, y de la Absolución.

Respecto del ministro de este Sacramento declara el santo Concilio que son falsas, y enteramente ajenas de la verdad evangélica, todas las doctrinas que extienden perniciosamente el ministerio de las llaves a cualesquiera personas que no sean Obispos ni sacerdotes, persuadiéndose que aquellas palabras del Señor: Todo lo que ligáreis en la tierra, quedará también ligado en el cielo; y todo lo que desatáreis en la tierra, quedará también desatado en el cielo; y aquellas: Los pecados de aquellos que perdonaréis, les quedan perdonados, y quedan ligados los de aquellos que no perdonáreis; se intimaron a todos los fieles cristianos tan promiscua e indiferentemente, que cualquiera, contra la institución de este Sacramento, tenga poder de perdonar los pecados; los públicos por la corrección, si el corregido se conformase, y los secretos por la Confesión voluntaria hecha a cualquiera persona. Enseña también, que aun los sacerdotes que están en pecado mortal, ejercen como ministros de Cristo la autoridad de perdonar los pecados, que se les confirió, cuando los ordenaron, por virtud del Espíritu Santo; y que sienten erradamente los que pretenden que no tienen este poder los malos sacerdotes. Porque aunque sea la absolución del sacerdote comunicación de ajeno beneficio; sin embargo no es solo un mero ministerio o de anunciar el Evangelio, o de declarar que los pecados están perdonados; sino que es a manera de un acto judicial, en el que pronuncia el sacerdote la sentencia como juez; y por esta causa no debe tener el penitente tanta satisfacción de su propia fe, que aunque no tenga contrición alguna, o falte al sacerdote la intención de obrar seriamente, y de absolverle de veras, juzgue no obstante que queda verdaderamente absuelto en la presencia de Dios por sola su fe; pues ni esta le alcanzaría perdón alguno de sus pecados sin la penitencia; ni habría alguno, a no ser en extremo descuidado de su salvación, que conociendo que el sacerdote le absolvía por burla, no buscase con diligencia otro que obrase con seriedad.

CAP. VII. De los casos reservados.

Y por cuanto pide la naturaleza y esencia del juicio, que la sentencia recaiga precisamente sobre súbditos; siempre ha estado persuadida la Iglesia de Dios, y este Concilio confirma por certísima esta persuasión, que no debe ser de ningún valor la absolución que pronuncia el sacerdote sobre personas en quienes no tiene jurisdicción ordinaria o subdelegada. Creyeron además nuestros santísimos PP. que era de grande importancia para el gobierno del pueblo cristiano, que ciertos delitos de los más atroces y graves no se absolviesen por un sacerdote cualquiera, sino sólo por los sumos sacerdotes; y esta es la razón porque los sumos Pontífices han podido reservar a su particular juicio, en fuerza del supremo poder que se les ha concedido en la Iglesia universal, algunas causas sobre los delitos más graves. Ni se puede dudar, puesto que todo lo que proviene de Dios procede con orden, que sea lícito esto mismo a todos los Obispos, respectivamente a cada uno en su diócesis, de modo que ceda en utilidad, y no en ruina, según la autoridad que tienen comunicada sobre sus súbditos con mayor plenitud que los restantes sacerdotes inferiores, en especial respecto de aquellos pecados a que va anexa la censura de la excomunión. Es también muy conforme a la autoridad divina que esta reserva de pecados tenga su eficacia, no sólo en el gobierno externo, sino también en la presencia de Dios. No obstante, siempre se ha observado con suma caridad en la Iglesia católica, con el fin de precaver que alguno se condene por causa de estas reservas, que no haya ninguna en el artículo de la muerte; y por tanto pueden absolver en él todos los sacerdotes a cualquiera penitente de cualesquiera pecados y censuras. Mas no teniendo aquellos autoridad alguna respecto de los casos reservados, fuera de aquel artículo, procuren únicamente persuadir a los penitentes que vayan a buscar sus legítimos superiores y jueces para obtener la absolución.

CAP. VIII. De la necesidad y fruto de la Satisfacción.

Finalmente respecto de la Satisfacción, que así como ha sido la que entre todas las partes de la Penitencia han recomendado en todos los tiempos los santos Padres al pueblo cristiano, así también es la que principalmente impugnan en nuestros días los que mostrando apariencia de piedad la han renunciado interiormente; declara el santo Concilio que es del todo falso y contrario a la palabra divina, afirmar que nunca perdona Dios la culpa sin que perdone al mismo tiempo toda la pena. Se hallan por cierto claros e ilustres ejemplos en la sagrada Escritura, con los que, además de la tradición divina, se refuta con suma evidencia aquel error. La conducta de la justicia divina parece que pide, sin género de duda, que Dios admita de diferente modo en su gracia a los que por ignorancia pecaron antes del Bautismo, que a los que ya libres de la servidumbre del pecado y del demonio, y enriquecidos con el don del Espíritu Santo, no tuvieron horror de profanar con conocimiento el templo de Dios, ni de contristar al Espíritu Santo. Igualmente corresponde a la clemencia divina, que no se nos perdonen los pecados, sin que demos alguna satisfacción; no sea que tomando ocasión de esto, y persuadiéndonos que los pecados son más leves, procedamos como injuriosos, e insolentes contra el Espíritu Santo, y caigamos en otros muchos más graves, atesorándonos de este modo la indignación para el día de la ira. Apartan sin duda eficacísimamente del pecado, y sirven como de freno que sujeta, estas penas satisfactorias, haciendo a los penitentes más cautos y vigilantes para lo futuro: sirven también de medicina para curar los resabios de los pecados, y borrar con actos de virtudes contrarias los hábitos viciosos que se contrajeron con la mala vida. Ni jamás ha creído la Iglesia de Dios que había camino más seguro para apartar los castigos con que Dios amenazaba, que el que los hombres frecuentasen estas obras de penitencia con verdadero dolor de su corazón. Agrégase a esto, que cuando padecemos, satisfaciendo por los pecados, nos asemejamos a Jesucristo que satisfizo por los nuestros, y de quien proviene toda nuestra suficiencia; sacando también de esto mismo una prenda cierta de que si padecemos con él, con él seremos glorificados. Ni esta satisfacción que damos por nuestros pecados es en tanto grado nuestra, que no sea por Jesucristo; pues los que nada podemos por nosotros mismos, como apoyados en solas nuestras fuerzas, todo lo podemos por la cooperación de aquel que nos conforta. En consecuencia de esto, no tiene el hombre por qué gloriarse; sino por el contrario, toda nuestra complacencia proviene de Cristo; en el que vivimos, en el que merecemos, y en el que satisfacemos, haciendo frutos dignos de penitencia, que toman su eficacia del mismo Cristo, por quien son ofrecidos al Padre, y por quien el Padre los acepta. Deben, pues, los sacerdotes del Señor imponer penitencias saludables y oportunas en cuanto les dicte su espíritu y prudencia, según la calidad de los pecados, y disposición de los penitentes; no sea que si por desgracia miran con condescendencia sus culpas, y proceden con mucha suavidad con los mismos penitentes, imponiéndoles una ligerísima satisfacción por gravísimo delitos, se hagan partícipes de los pecados ajenos. Tengan, pues, siempre a la vista, que la satisfacción que imponen, no sólo sirva para que se mantengan en la nueva vida, y los cure de su enfermedad, sino también para compensación y castigo de los pecados pasados: pues los antiguos Padres creen y enseñan, que se han concedido las llaves a los sacerdotes, no sólo para desatar, sino también para ligar. Ni por esto creyeron fuese el sacramento de la Penitencia un tribunal de indignación y castigos; así como tampoco ha enseñado jamás católico alguno que la eficacia del mérito, y satisfacción de nuestro Señor Jesucristo, se podría obscurecer, o disminuir en parte por estas nuestras satisfacciones: doctrina que no queriendo entender los herejes modernos, en tales términos enseñan ser la vida nueva perfectísima penitencia, que destruyen toda la eficacia, y uso de la satisfacción.

CAP. IX. De las obras satisfactorias.

Enseña además el sagrado Concilio, que es tan grande la liberalidad de la divina beneficencia, que no sólo podemos satisfacer a Dios Padre, mediante la gracia de Jesucristo, con las penitencias que voluntariamente emprendemos para satisfacer por el pecado, o con las que nos impone a su arbitrio el sacerdote con proporción al delito; sino también, lo que es grandísima prueba de su amor, con los castigos temporales que Dios nos envía, y padecemos con resignación.

SESION XV

Que es la V celebrada en tiempo del sumo Pontífice Julio III en 25 de enero de 1552.

Decreto sobre la prorrogación de la Sesión.

Constando que, por haberse así decretado en las Sesiones próximas, este santo y universal Concilio ha tratado en estos días con grande exactitud y diligencia todo lo perteneciente al santísimo sacrificio de la Misa, y al sacramento del Orden, para publicar en la presente Sesión, según le inspirase el Espíritu Santo, los decretos correspondientes a estas dos materias, así como los cuatro artículos pertenecientes al santísimo sacramento de la Eucaristía, que últimamente se remitieron a esta Sesión; y habiendo además de esto, creído que concurrirían entre tanto a este sacrosanto Concilio los que se llaman Protestantes, por cuya causa había diferido la publicación de aquellos artículos, y les había concedido seguridad pública, o salvoconducto, para que viniesen libremente y sin dilación alguna a él; no obstante, como no hayan venido hasta ahora, y se haya suplicado en su nombre a este santo Concilio que se difiera hasta la Sesión siguiente la publicación que se había de hacer el día de hoy, dando esperanza cierta de que concurrirán sin falta mucho tiempo antes de la Sesión, como se les concediese un salvoconducto más amplio; el mismo santo Concilio, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legado y Nuncios, no teniendo mayor deseo que el de extirpar de entre la nobilísima nación Alemana todas las disensiones y cismas en materia de religión, y mirar por su quietud, paz y descanso; dispuesta a recibirlos, si viniesen, con afabilidad, y oírlos benignamente; y confiada también en que no vendrán con ánimo de impugnar pertinazmente la fe católica, sino de conocer la verdad; y que, como corresponde a los que procuran alcanzar las verdades evangélicas, se conformarán por fin a los decretos y disciplina de la santa madre Iglesia; ha diferido la Sesión siguiente para dar a luz y publicar los puntos arriba mencionados, al día de la festividad de San Josef, que será el 19 de marzo, con lo que no sólo tengan tiempo y lugar bastante para venir, sino para proponer lo que quisieren antes que llegue aquel día. Y para quitarles todo motivo de detenerse más tiempo, les da y concede gustosamente la seguridad pública, o Salvoconducto, del tenor y substancia que se relatará. Mas entre tanto establece y decreta, se ha de tratar del sacramento del Matrimonio, y se han de hacer las definiciones respectivas a él, a más de la publicación de los decretos arriba mencionados, así como que se ha de proseguir la materia de la reforma.

Salvoconducto concedido a los Protestantes

El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legado y Nuncios de la santa Sede Apostólica, insistiendo en el Salvoconducto concedido en la penúltima Sesión, y ampliándole en los términos que se siguen; a todos en general hace fe, que por el tenor de las presentes da y concede plenamente a todos, y a cada uno de los Sacerdotes, Electores, Príncipes, Duques, Marqueses, Condes, Barones, Nobles, Militares, Ciudadanos y a cualesquiera otras personas, de cualquier estado, condición o calidad que sean, de la Nación y provincia de Alemania, y a las ciudades y otros lugares de la misma, así como a todas las demás personas eclesiásticas y seculares, en especial de la confesión de Augusta, los que, o las que vendrían con ellos a este general Concilio de Trento, o serán enviados, o se pondrán en camino, o hasta el presente hayan venido, bajo cualquier nombre que se reputen, o puedan especificarse; fe pública, y plenísima y verdaderísima seguridad, que llaman Salvoconducto, para venir libremente a esta ciudad de Trento, y permanecer en ella, estar, habitar, proponer y hablar de mancomún con el mismo Concilio, tratar de cualesquiera negocios, examinar, ventilar y representar impunemente todo lo que quisieren, y cualesquiera artículos, tanto por escrito, como de palabra, propalarlos, y en caso necesario declararlos, confirmarlos y persuadirlos con la sagrada Escritura, con palabras de los santos Padres, y con sentencias y razones, y de responder también, si fuere necesario, a las objeciones del Concilio general, y disputar cristianamente con las personas que el Concilio depute, o conferenciar caritativamente, sin obstáculo alguno, y lejos de todo improperio, maledicencia e injurias; y determinadamente que las causas controvertidas se tratan en el expresado Concilio Tridentino, según la sagrada Escritura, y las tradiciones de los Apóstoles, concilios aprobados, consentimiento de la Iglesia católica, y autoridad de los santos Padres; añadiendo también, que no serán castigados de modo alguno con el pretexto de religión, o de los delitos cometidos, o que puedan cometer contra ella; como también que a causa de hallarse presentes los mismos, no cesarán de manera alguna los divinos oficios en el camino, ni en otro ningún lugar cuando vengan, permanezcan, o vuelvan, ni aun en la misma ciudad de Trento; y por el contrario, que efectuadas, o no efectuadas todas estas cosas, siempre que les parezca, o por mandado o consentimiento de sus superiores desearen, o deseare alguno de ellos volverse a sus casas, puedan volverse libre y seguramente, según su beneplácito, sin ninguna repugnancia, ocasión o demora, salvas todas sus cosas y personas, e igualmente el honor y personas de los suyos; pero con la circunstancia de hacerlo saber a las personas que ha de deputar el Concilio; para que en este caso se den sin dolo ni fraude alguno las providencias oportunas a su seguridad. Quiere además el santo Concilio que se incluyan y contengan, y se reputen por incluidas en esta seguridad pública y Salvoconducto todas y cualesquiera cláusulas que fueren necesarias y conducentes para que la seguridad sea completa, eficaz y suficiente, en la venida, en la mansión y en la vuelta. Expresando también para mayor seguridad, y bien de la paz y reconciliación, que si alguno, o algunos de ellos, ya en el camino viniendo a Trento, ya permaneciendo en esta ciudad, o ya volviendo de ella, hicieren o cometieren (lo que Dios no permita) algún enorme delito, por el que se puedan anular y frustrar las franquicias de esta fe y seguridad pública que se les ha concedido; quiere, y conviene en que los aprehendidos en semejante delito sean después castigados precisamente por Protestantes, y no por otros, con la correspondiente pena, y suficiente satisfacción, que justamente debe ser aprobada, y dada por buena por parte de este Concilio, quedando en todo su vigor la forma, condiciones y modos de la seguridad que se les concede. Quiere también igualmente, que si alguno, o algunos (de los Católicos) del Concilio, hicieren, o cometieren (lo que Dios no quiera) o viniendo al Concilio, o permaneciendo en él, o volviendo de él, algún delito enorme, con el cual se pueda quebrantar, o frustrar en algún modo el privilegio de esta fe y seguridad pública; se castiguen inmediatamente todos los que sean comprendidos en semejante delito, sólo por el mismo Concilio, y no por otros, con la pena correspondiente, y suficiente satisfacción, que según su mérito ha de ser aprobada, y pasada por buena por parte de los señores Alemanes de la confesión de Augusta que se hallaren aquí, permaneciendo en todo su vigor la forma, condiciones y modos de la presente seguridad. Quiere además el mismo Concilio que sea libre a todos, y a cada uno de los mismos Embajadores, todas cuantas veces les parezca oportuno, o necesario, salir de la ciudad de Trento a tomar aires, y volver a la misma ciudad, así como enviar o destinar libremente su correo, o correos, a cualesquiera lugares para dar orden en los negocios que les sean necesarios, y recibir, todas cuantas veces les pareciese conveniente, al que, o los que hayan enviado o destinado; con la circunstancia no obstante de que se les asocie alguno, o algunos por los deputados del Concilio, los que, o el que deba, o deban cuidar de su seguridad. Y este mismo Salvoconducto y seguros deben durar y subsistir desde el tiempo, y por todo el tiempo en que el Concilio y los suyos los reciban bajo su amparo y defensa, y hasta que sean conducidos a Trento, y por todo el tiempo que se mantengan en esta ciudad; y además de esto, después de haber pasado veinte días desde que hayan tenido suficiente audiencia, cuando ellos pretendan retirarse, o el Concilio, habiéndolos escuchado, les intime que se retiren, se los hará conducir, con el favor de Dios, lejos de todo fraude y dolo, hasta el lugar que cada uno elija y tenga por seguro. Todo lo cual promete, y ofrece de buena fe que se observará inviolablemente por todos y cada uno de los fieles cristianos, por todos y cualesquiera Príncipes, eclesiásticos y seculares, y por todas las demás personas, eclesiásticas y seculares, de cualquiera estado y condición que sean, o bajo cualquier nombre que estén calificadas. Además de esto, el mismo Concilio, excluyendo todo artificio y engaño, ofrece sinceramente y de buena fe, que no ha de buscar manifiesta ni ocultamente ocasión alguna, ni menos ha de usar de modo alguno, ni ha de permitir que nadie ponga en uso autoridad ninguna, poder, derecho, estatuto, privilegio de leyes o de cánones, ni de ningún concilio, en especial del Constanciense y Senense, de cualquier modo que estén concebidas sus palabras, como sean en algún perjuicio de esta fe pública, y plenísima seguridad, y audiencia pública y libre que les ha concedido el mismo Concilio, pues las deroga todas en esta parte por esta vez. Y si el santo Concilio, o alguno de él o de los suyos, de cualquiera condición, o preeminencia que sea, faltare en cualquier punto, o cláusula, a la forma y modo de la mencionada seguridad y Salvoconducto (lo que Dios no permita), y no se siguiere sin demora la satisfacción correspondiente, que según razón se ha de aprobar y dar por buena a voluntad de los mismos Protestantes; tengan a este Concilio, y lo podrán tener por incurso en todas las penas en que por derecho divino y humano, o por costumbre, pueden incurrir los infractores de estos Salvoconductos, sin que les valga excusa, ni oposición alguna en esta parte.

DOCTRINA SOBRE EL SACRAMENTO DE LA EXTREMAUNCIÓN

También ha parecido al santo Concilio añadir a la precedente doctrina de la Penitencia, la que se sigue sobre el sacramento de la Extremaunción, que los Padres han mirado siempre como el complemento no sólo de la Penitencia, sino de toda la vida cristiana, que debe ser una penitencia continuada. Respecto, pues, de su institución declara y enseña ante todas cosas, que así como nuestro clementísimo Redentor, con el designio de que sus siervos estuviesen provistos en todo tiempo de saludables remedios contra todos los tiros de todos sus enemigos, les preparó en los demás Sacramentos eficacísimos auxilios con que pudiesen los cristianos mantenerse en esta vida libres de todo grave daño espiritual; del mismo modo fortaleció el fin de la vida con el sacramento de la Extremaunción, como con un socorro el más seguro: pues aunque nuestro enemigo busca, y anda a caza de ocasiones en todo el tiempo de la vida, para devorar del modo que le sea posible nuestras almas; ningún otro tiempo, por cierto, hay en que aplique con mayor vehemencia toda la fuerza de sus astucias para perdernos enteramente, y si pudiera, para hacernos desesperar de la divina misericordia, que las circunstancias en que ve estamos próximas a salir de esta vida.

CAP. I. De la institución del sacramento de la Extremaunción.

Se instituyó, pues, esta sagrada Unción de los enfermos como verdadera, y propiamente Sacramento de la nueva ley, insinuado a la verdad por Cristo nuestro Señor, según el Evangelista san Marcos, y recomendado e intimado a los fieles por Santiago Apóstol, y hermano del Señor. ¿Está enfermo, dice Santiago, alguno de vosotros? Haga venir los presbíteros de la Iglesia, y oren sobre él, ungiéndole con aceite en nombre del Señor; y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor le dará alivio; y si estuviere en pecado, le será perdonado. En estas palabras, como de la tradición Apostólica propagada de unos en otros ha aprendido la Iglesia, enseña Santiago la materia, la forma, el ministro propio, y el efecto de este saludable Sacramento. La Iglesia, pues, ha entendido que la materia es el aceite bendito por el Obispo: porque la Unción representa con mucha propiedad la gracia del Espíritu Santo, que invisiblemente unge al alma del enfermo: y que además de esto, la forma consiste en aquellas palabras: Por esta santa Unción, etc.

CAP. II. Del efecto de este Sacramento.

El fruto, pues, y el efecto de este Sacramento, se explica en aquellas palabras: Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor le dará alivio; y si estuviere en pecado, le será perdonado. Este fruto, a la verdad, es la gracia del Espíritu Santo, cuya unción purifica de los pecados, si aun todavía quedan algunos que expiar, así como de las reliquias del pecado; alivia y fortalece al alma del enfermo, excitando en él una confianza grande en la divina misericordia; y alentado con ella sufre con más tolerancia las incomodidades y trabajos de la enfermedad, y resiste más fácilmente a las tentaciones del demonio, que le pone asechanzas para hacerle caer; y en fin le consigue en algunas ocasiones la salud del cuerpo, cuando es conveniente a la del alma.

CAP. III. Del ministro de este Sacramento, y en qué tiempo se debe administrar.

Y acercándonos a determinar quiénes deban ser así las personas que reciban, como las que administren este Sacramento; consta igualmente con claridad esta circunstancia de las palabras mencionadas: pues en ellas se declara, que los ministros propios de la Extremaunción son los presbíteros de la Iglesia: bajo cuyo nombre no se deben entender en el texto mencionado los mayores en edad, o los principales del pueblo; sino o los Obispos, o los sacerdotes ordenados legítimamente por aquellos mediante la imposición de manos correspondiente al sacerdocio. Se declara también, que debe administrarse a los enfermos, principalmente a los de tanto peligro, que parezcan hallarse ya en el fin de su vida; y de aquí es que se le da nombre de Sacramento de los que están de partida. Mas si los enfermos convalecieron después de haber recibido esta sagrada Unción, podrán otra vez ser socorridos con auxilio de este Sacramento cuando llegaren a otro semejante peligro de su vida. Con estos fundamentos no hay razón alguna para prestar atención a los que enseñan, contra tan clara y evidente sentencia del Apóstol Santiago, que esta Unción es o ficción de los hombres, o un rito recibido de los PP., pero que ni Dios lo ha mandado, ni incluye en sí la promesa de conferir gracia: como ni para atender a los que aseguran que ya ha cesado; dando a entender que sólo se debe referir a la gracia de curar las enfermedades, que hubo en la primitiva Iglesia; ni a los que dicen que el rito y uso observado por la santa Iglesia Romana en la administración de este Sacramento, es opuesto a la sentencia del Apóstol Santiago, y que por esta causa se debe mudar en otro rito; ni finalmente a los que afirman pueden los fieles despreciar sin pecado este sacramento de la Extremaunción; porque todas estas opiniones son evidentemente contrarias a las palabras clarísimas de tan grande Apóstol. Y ciertamente ninguna otra cosa observa la Iglesia Romana, madre y maestra de todas las demás, en la administración de este Sacramento, respecto de cuanto contribuye a completar su esencia, sino lo mismo que prescribió el bienaventurado Santiago. Ni podría por cierto menospreciarse Sacramento tan grande sin gravísimo pecado, e injuria del mismo Espíritu Santo.

Esto es lo que profesa y enseña este santo y ecuménico Concilio sobre los sacramentos de Penitencia y Extremaunción, y lo que propone para que lo crean, y retengan todos los fieles cristianos. Decreta también, que los siguientes Cánones se deben observar inviolablemente, y condena y excomulga para siempre a los que afirmen lo contrario.

DOCTRINA SOBRE EL SACRAMENTO DE LA EXTREMAUNCIÓN

También ha parecido al santo Concilio añadir a la precedente doctrina de la Penitencia, la que se sigue sobre el sacramento de la Extremaunción, que los Padres han mirado siempre como el complemento no sólo de la Penitencia, sino de toda la vida cristiana, que debe ser una penitencia continuada. Respecto, pues, de su institución declara y enseña ante todas cosas, que así como nuestro clementísimo Redentor, con el designio de que sus siervos estuviesen provistos en todo tiempo de saludables remedios contra todos los tiros de todos sus enemigos, les preparó en los demás Sacramentos eficacísimos auxilios con que pudiesen los cristianos mantenerse en esta vida libres de todo grave daño espiritual; del mismo modo fortaleció el fin de la vida con el sacramento de la Extremaunción, como con un socorro el más seguro: pues aunque nuestro enemigo busca, y anda a caza de ocasiones en todo el tiempo de la vida, para devorar del modo que le sea posible nuestras almas; ningún otro tiempo, por cierto, hay en que aplique con mayor vehemencia toda la fuerza de sus astucias para perdernos enteramente, y si pudiera, para hacernos desesperar de la divina misericordia, que las circunstancias en que ve estamos próximas a salir de esta vida.

CAP. I. De la institución del sacramento de la Extremaunción.

Se instituyó, pues, esta sagrada Unción de los enfermos como verdadera, y propiamente Sacramento de la nueva ley, insinuado a la verdad por Cristo nuestro Señor, según el Evangelista san Marcos, y recomendado e intimado a los fieles por Santiago Apóstol, y hermano del Señor. ¿Está enfermo, dice Santiago, alguno de vosotros? Haga venir los presbíteros de la Iglesia, y oren sobre él, ungiéndole con aceite en nombre del Señor; y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor le dará alivio; y si estuviere en pecado, le será perdonado. En estas palabras, como de la tradición Apostólica propagada de unos en otros ha aprendido la Iglesia, enseña Santiago la materia, la forma, el ministro propio, y el efecto de este saludable Sacramento. La Iglesia, pues, ha entendido que la materia es el aceite bendito por el Obispo: porque la Unción representa con mucha propiedad la gracia del Espíritu Santo, que invisiblemente unge al alma del enfermo: y que además de esto, la forma consiste en aquellas palabras: Por esta santa Unción, etc.

CAP. II. Del efecto de este Sacramento.

El fruto, pues, y el efecto de este Sacramento, se explica en aquellas palabras: Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor le dará alivio; y si estuviere en pecado, le será perdonado. Este fruto, a la verdad, es la gracia del Espíritu Santo, cuya unción purifica de los pecados, si aun todavía quedan algunos que expiar, así como de las reliquias del pecado; alivia y fortalece al alma del enfermo, excitando en él una confianza grande en la divina misericordia; y alentado con ella sufre con más tolerancia las incomodidades y trabajos de la enfermedad, y resiste más fácilmente a las tentaciones del demonio, que le pone asechanzas para hacerle caer; y en fin le consigue en algunas ocasiones la salud del cuerpo, cuando es conveniente a la del alma.

CAP. III. Del ministro de este Sacramento, y en qué tiempo se debe administrar.

Y acercándonos a determinar quiénes deban ser así las personas que reciban, como las que administren este Sacramento; consta igualmente con claridad esta circunstancia de las palabras mencionadas: pues en ellas se declara, que los ministros propios de la Extremaunción son los presbíteros de la Iglesia: bajo cuyo nombre no se deben entender en el texto mencionado los mayores en edad, o los principales del pueblo; sino o los Obispos, o los sacerdotes ordenados legítimamente por aquellos mediante la imposición de manos correspondiente al sacerdocio. Se declara también, que debe administrarse a los enfermos, principalmente a los de tanto peligro, que parezcan hallarse ya en el fin de su vida; y de aquí es que se le da nombre de Sacramento de los que están de partida. Mas si los enfermos convalecieron después de haber recibido esta sagrada Unción, podrán otra vez ser socorridos con auxilio de este Sacramento cuando llegaren a otro semejante peligro de su vida. Con estos fundamentos no hay razón alguna para prestar atención a los que enseñan, contra tan clara y evidente sentencia del Apóstol Santiago, que esta Unción es o ficción de los hombres, o un rito recibido de los PP., pero que ni Dios lo ha mandado, ni incluye en sí la promesa de conferir gracia: como ni para atender a los que aseguran que ya ha cesado; dando a entender que sólo se debe referir a la gracia de curar las enfermedades, que hubo en la primitiva Iglesia; ni a los que dicen que el rito y uso observado por la santa Iglesia Romana en la administración de este Sacramento, es opuesto a la sentencia del Apóstol Santiago, y que por esta causa se debe mudar en otro rito; ni finalmente a los que afirman pueden los fieles despreciar sin pecado este sacramento de la Extremaunción; porque todas estas opiniones son evidentemente contrarias a las palabras clarísimas de tan grande Apóstol. Y ciertamente ninguna otra cosa observa la Iglesia Romana, madre y maestra de todas las demás, en la administración de este Sacramento, respecto de cuanto contribuye a completar su esencia, sino lo mismo que prescribió el bienaventurado Santiago. Ni podría por cierto menospreciarse Sacramento tan grande sin gravísimo pecado, e injuria del mismo Espíritu Santo.

Esto es lo que profesa y enseña este santo y ecuménico Concilio sobre los sacramentos de Penitencia y Extremaunción, y lo que propone para que lo crean, y retengan todos los fieles cristianos. Decreta también, que los siguientes Cánones se deben observar inviolablemente, y condena y excomulga para siempre a los que afirmen lo contrario.

CÁNONES

Del santísimo sacramento de la Penitencia.

CAN. I. Si alguno dijere, que la Penitencia en la Iglesia católica no es verdadera y propiamente Sacramento, instituido por Cristo nuestro Señor para que los fieles se reconcilien con Dios cuantas veces caigan en pecado después del Bautismo; sea excomulgado.

CAN. II. Si alguno, confundiendo los Sacramentos, dijere que el Bautismo es el mismo sacramento de la Penitencia, como si estos dos Sacramentos no fuesen distintos; y que por lo mismo no se da con propiedad a la Penitencia el nombre de segunda tabla después de naufragio; sea excomulgado.

CAN. III. Si alguno dijere, que aquellas palabras de nuestro Señor y Salvador: Recibid el Espíritu Santo: los pecados de aquellos que perdonáreis, les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos que no perdonáreis; no deben entenderse del poder de perdonar y retener los pecados en el sacramento de la Penitencia, como desde su principio ha entendido siempre la Iglesia católica, antes las tuerza, y entienda (contra la institución de este Sacramento) de la autoridad de predicar el Evangelio; sea excomulgado.

CAN. IV. Si alguno negare, que se requieren para el entero y perfecto perdón de los pecados, tres actos de parte del penitente, que son como la materia del sacramento de la Penitencia; es a saber, la Contrición, la Confesión y la Satisfacción, que se llaman las tres partes de la Penitencia; o dijere, que estas no son más que dos; es a saber, el terror que, conocida la gravedad del pecado, se suscita en la conciencia, y la fe concebida por la promesa del Evangelio, o por la absolución, según la cual cree cualquiera que le están perdonados los pecados por Jesucristo; sea excomulgado.

CAN. V. Si alguno dijere, que la Contrición que se logra con el examen, enumeración y detestación de los pecados, en la que recorre el penitente toda su vida con amargo dolor de su corazón, ponderando la gravedad de sus pecados, la multitud y fealdad de ellos, la pérdida de la eterna bienaventuranza, y la pena de eterna condenación en que ha incurrido, reuniendo el propósito de mejorar de vida, no es dolor verdadero, ni útil, ni dispone al hombre para la gracia, sino que le hace hipócrita, y más pecador; y últimamente que aquella Contrición es un dolor forzado, y no libre, ni voluntario; sea excomulgado.

CAN. VI. Si alguno negare, que la Confesión sacramental está instituida, o es necesaria de derecho divino; o dijere, que el modo de confesar en secreto con el sacerdote, que la Iglesia católica ha observado siempre desde su principio, y al presente observa, es ajeno de la institución y precepto de Jesucristo, y que es invención de los hombres; sea excomulgado.

CAN. VII. Si alguno dijere, que no es necesario de derecho divino confesar en el sacramento de la Penitencia para alcanzar el perdón de los pecados, todas y cada una de las culpas mortales de que con debido, y diligente examen se haga memoria, aunque sean ocultas, y cometidas contra los dos últimos preceptos del Decálogo; ni que es necesario confesar las circunstancias que mudan la especie del pecado; sino que esta confesión sólo es útil para dirigir, y consolar al penitente, y que antiguamente sólo se observó para imponer penitencias canónicas; o dijere, que los que procuran confesar todos los pecados nada quieren dejar que perdonar a la divina misericordia; o finalmente que no es lícito confesar los pecados veniales; sea excomulgado.

CAN. VIII. Si alguno dijere, que la Confesión de todos los pecados, cual la observa la Iglesia, es imposible, y tradición humana que las personas piadosas deben abolir; o que todos y cada uno de los fieles cristianos de uno y otro sexo no están obligados a ella una vez en el año, según la constitución del concilio general de Letrán; y que por esta razón se ha de persuadir a todos los fieles cristianos, que no se confiesen en tiempo de Cuaresma; sea excomulgado.

CAN. IX. Si alguno dijere, que la Absolución sacramental que da el sacerdote, no es un acto judicial, sino un mero ministerio de pronunciar y declarar que los pecados se han perdonado al penitente, con sola la circunstancia de que crea que está absuelto; o el sacerdote le absuelva no seriamente, sino por burla; o dijere que no se requiere la confesión del penitente para que pueda el sacerdote absolver; sea excomulgado.

CAN. X. Si alguno dijere, que los sacerdotes que están en pecado mortal no tienen potestad de atar y desatar; o que no sólo los sacerdotes son ministros de la absolución, sino que indiferentemente se dijo a todos y a cada uno de los fieles: Todo lo que atáreis en la tierra, quedará también atado en el cielo; y todo lo que desatáreis en la tierra, también se desatará en el cielo; así como: Los pecados de aquellos que hayáis perdonado, les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos que no perdonáreis: en virtud de las cuales palabras cualquiera pueda absolver los pecados, los públicos, sólo por corrección, si el reprendido consintiere, y los secretos por la confesión voluntaria; sea excomulgado.

CAN. XI. Si alguno dijere, que los Obispos no tienen derecho de reservarse casos, sino en lo que mira al gobierno exterior; y que por esta causa la reserva de casos no impide que el sacerdote absuelva efectivamente de los reservados; sea excomulgado.

CAN. XII. Si alguno dijere, que Dios perdona siempre toda la pena al mismo tiempo que la culpa, y que la satisfacción de los penitentes no es más que la fe con que aprehenden que Jesucristo tiene satisfecho por ellos; sea excomulgado.

CAN. XIII. Si alguno dijere, que de ningún modo se satisface a Dios en virtud de los méritos de Jesucristo, respecto de la pena temporal correspondiente a los pecados, con los trabajos que el mismo nos envía, y sufrimos con resignación, o con los que impone el sacerdote, ni aun con los que voluntariamente emprendemos, como son ayunos, oraciones, limosnas, u otras obras de piedad; y por tanto que la mejor penitencia es sólo la vida nueva; sea excomulgado.

CAN. XIV. Si alguno dijere, que las satisfacciones con que, mediante la gracia de Jesucristo, redimen los penitentes sus pecados, no son culto de Dios, sino tradiciones humanas, que obscurecen la doctrina de la gracia, el verdadero culto de Dios, y aun el beneficio de la muerte de Cristo; sea excomulgado.

CAN. XV. Si alguno dijere, que las llaves se dieron a la Iglesia sólo para desatar, y no para ligar; y por consiguiente que los sacerdotes que imponen penitencias a los que se confiesan, obran contra el fin de las llaves, y contra la institución de Jesucristo: y que es ficción que las más veces quede pena temporal que perdonar en virtud de las llaves, cuando ya queda perdonada la pena eterna; sea excomulgado.

Del sacramento de la Extremaunción.

CAN. I. Si alguno dijere, que la Extremaunción no es verdadera y propiamente Sacramento instituido por Cristo nuestro Señor, y promulgado por el bienaventurado Apóstol Santiago; sino que sólo es una ceremonia tomada de los Padres, o una ficción de los hombres; sea excomulgado.

CAN. II. Si alguno dijere, que la sagrada Unción de los enfermos no confiere gracia, ni perdona los pecados, ni alivia a los enfermos; sino que ya ha cesado, como si sólo hubiera sido en los tiempos antiguos la gracia de curar enfermedades; sea excomulgado.

CAN. III. Si alguno dijere, que el rito y uso de la Extremaunción observados por la santa Iglesia Romana, se oponen a la sentencia del bienaventurado Apóstol Santiago, y que por esta razón se deben mudar, y pueden despreciarlos los cristianos, sin incurrir en pecado; sea excomulgado.

CAN. IV. Si alguno dijere, que los presbíteros de la Iglesia, que el bienaventurado Santiago exhorta que se conduzcan para ungir al enfermo, no son los sacerdotes ordenados por el Obispo, sino los más provectos en edad de cualquiera comunidad; y que por esta causa no es sólo el sacerdote el ministro propio de la Extremaunción; sea excomulgado.

DECRETO SOBRE LA REFORMA

Proemio

Es obligación de los Obispos amonestar sus súbditos, en especial los que tienen cura de almas, a que cumplan con su ministerio.

Siendo propia obligación de los Obispos corregir los vicios de todos los súbditos; deben precaver principalmente que los clérigos, en especial los destinados a la cura de almas, no sean criminales, ni vivan por su condescendencia deshonestamente; pues si les permiten vivir con malas, y corrompidas costumbres, ¿cómo los Obispos reprenderán a los legos sus vicios, pudiendo estos convencerlos con sola una palabra; es a saber, por qué permiten que sean los clérigos peores? ¿Y con qué libertad podrán tampoco reprender los sacerdotes a los legos, cuando interiormente les está diciendo su conciencia que han cometido lo mismo que reprenden? Por tanto amonestarán los Obispos a sus clérigos, de cualquier orden que sean, que den buen ejemplo en su trato, en sus palabras y doctrina, al pueblo de Dios que les está encomendado, acordándose de lo que dice la Escritura: Sed santos, pues yo lo soy. Y según las palabras del Apóstol: A nadie den escándalo, para que no se vitupere su ministerio; sino pórtense en todo como ministros de Dios, de suerte que no se verifique en ellos el dicho del Profeta: Los sacerdotes de Dios contaminan el santuario, y manifiestan que reprueban la ley. Y para que los mismos Obispos puedan lograr esto con mayor libertad, y no se les pueda en adelante impedir, ni estorbar con pretexto ninguno; el mismo sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, presidido de los mismos Legado y Nuncios de la Sede Apostólica, ha tenido por conveniente establecer y decretar los siguientes cánones.

CAP. I. Si los que tienen prohibición de ascender a las órdenes, si los que están entredichos, si los suspensos, ascienden a ellas, sean castigados.

Siendo más decoroso y seguro al súbdito servir en inferior ministerio, prestando la obediencia debida a sus superiores, que aspirar a dignidad de más alta jerarquía con escándalo de estos mismos; no valga licencia alguna para ser promovido contra la voluntad de su Prelado, a ninguno, a quien esté entredicho por este el ascenso a las órdenes sagradas por cualquier causa que sea, aun por delito oculto, de cualquier modo, aunque sea extrajudicialmente: como ni tampoco sirva la restitución, o restablecimiento en sus primeras órdenes, grados, dignidades, u honores al que estuviere suspenso de sus órdenes, o grados, o dignidades eclesiásticas.

CAP. II. Si confiriese el Obispo cualesquiera órdenes a quien no sea súbdito suyo, aunque sea su familiar, sin expreso consentimiento del propio Prelado, quede sujeto uno y otro a la pena establecida.

Y por cuanto algunos Obispos asignados a iglesias que se hallan en poder de infieles, careciendo de clero y pueblo cristiano, viviendo casi vagabundos, y sin tener mansión permanente, buscan no lo que es de Jesucristo, sino ovejas ajenas, sin que tenga conocimiento de esto el propio pastor; viendo que les prohibe este sagrado Concilio ejercer el ministerio pontifical en diócesis ajena, a no tener licencia expresa del Ordinario del lugar, restringida a sólo las personas sujetas al mismo Ordinario; eligen temerariamente en fraude y desprecio de la ley, sede como episcopal en lugares exentos de toda diócesis, y se atreven a distinguir con el carácter clerical, y promover a las sagradas órdenes, hasta la del sacerdocio, a cualesquiera que les presentan, aunque no tengan dimisorias de sus Obispos, o Prelados; de lo que resulta por lo común, que ordenándose personas menos idóneas, rudas, e ignorantes, y reprobadas como inhábiles, e indignas por sus Obispos, ni pueden desempeñar los divinos oficios, ni administrar bien los Sacramentos de la Iglesia: ningún Obispo de los que se llaman Titulares pueda promover súbdito alguno de otro Obispo a las sagradas órdenes, ni a las menores, o primera tonsura, ni ordenarle en lugares de ninguna diócesis, aunque sean exentos, ni en monasterio alguno de cualquier orden que sea, aunque estén de asiento, o se detengan en ellos, en virtud de ningún privilegio que se les haya concedido por cierto tiempo, para promover a cualquiera que se les presente, ni aun con el pretexto de que el ordenando es su familiar, y conmensal perpetuo, a no tener este el expreso consentimiento, o dimisorias de su propio Prelado. El que contraviniere quede suspenso ipso jure de las funciones pontificales por el tiempo de un año; y los que así fueren promovidos, lo quedarán también del ejercicio de sus órdenes, a voluntad de su Prelado.

CAP. III. El Obispo puede suspender sus clérigos ilegítimamente promovidos por otro, si no los hallase idóneos.

Pueda suspender el Obispo por todo el tiempo que le pareciere conveniente, del ejercicio de las órdenes recibidas, y prohibir que sirvan en el altar, o en cualquier grado, a todos sus clérigos, en especial los que estén ordenados in sacris, que hayan sido promovidos por cualquiera otra autoridad, sin que precediese su examen, y presentasen sus dimisorias, aunque estén aprobados como hábiles por el mismo que les confirió las órdenes; siempre que los halle menos idóneos y capaces de lo necesario para celebrar los oficios divinos, o administrar los sacramentos de la Iglesia.

CAP. IV. No se exima clérigo alguno de la corrección del Obispo, aunque sea fuera de la visita.

Todos los Prelados eclesiásticos, cuya obligación es poner sumo cuidado y diligencia en corregir los excesos de sus súbditos, y de cuya jurisdicción no se ha de tener por exento, según los estatutos de este santo Concilio, clérigo ninguno, con el pretexto de cualquier privilegio que sea, para que no se le pueda visitar, castigar y corregir según lo establecido en los Cánones; tengan facultad residiendo en sus iglesias, de corregir, y castigar a cualesquier clérigos seculares, de cualquier modo que estén exentos, como por otra parte estén sujetos a su jurisdicción, de todos sus excesos, crímenes y delitos, siempre y cuando sea necesario, y aun fuera del tiempo de la visita, como delegados en esto de la Sede Apostólica; sin que sirvan de ninguna manera a dichos clérigos, ni a sus parientes, capellanes, familiares, procuradores, ni a otros cualesquiera, por contemplación, y condescendencia a los mismos exentos, ningunas exenciones, declaraciones, costumbres, sentencias, juramentos, ni concordias que sólo obliguen a sus autores.

CAP. V. Se asignan límites fijos a la jurisdicción de los jueces conservadores.

Además de esto, habiendo algunas personas que so color de que les hacen diversas injusticias, y los molestan sobre sus bienes, haciendas y derechos, logran letras conservatorias, por las que se les asignan jueces determinados que los amparen y defiendan de estas injurias y molestias, y los mantengan y conserven en la posesión, o casi posesión de sus bienes, haciendas y derechos, sin que permitan que sean molestados sobre esto; torciendo dichas letras en la mayor parte de las causas a mal sentido, contra la mente del que las concedió; por tanto a ninguna persona, de cualquiera dignidad y condición que sea, aunque sea un cabildo, sirvan absolutamente las letras conservatorias, sean las que fueren las cláusulas o decretos que incluyan, o los jueces que asignen, o sea el que fuere el pretexto o color con que estén concedidas, para que no pueda ser acusado y citado, e inquirirse y procederse contra él ante su Obispo, o ante otro superior ordinario, en las causas criminales y mixtas, o para que en caso de pertenecerle por cesión algunos derechos, no pueda ser citado libremente sobre ellos ante el juez ordinario. Tampoco le sea de modo alguno permitido en las causas civiles, en caso que proceda como actor, citar a ninguna persona para que sea juzgada ante sus jueces conservadores; y si acaeciere que en las causas en que fuere reo, ponga el actor nota de sospechoso al conservador, que haya escogido; o si se suscitase alguna controversia sobre competencia de jurisdicción entre los mismos jueces, es a saber, entre el conservador y el ordinario; no se pase adelante en la causa, hasta que den la sentencia los jueces árbitros que se escogieren, según forma de derecho, sobre la sospecha, o sobre la competencia de jurisdicción. Ni sirvan las letras conservatorias a los familiares, ni domésticos del que las obtiene, que suelen ampararse de semejantes letras, a excepción de dos solos domésticos; con la circunstancia de que estos han de vivir a expensas del que goza el privilegio. Ninguno tampoco pueda disfrutar más de cinco años el beneficio de las conservatorias. Tampoco sea permitido a los jueces conservadores tener tribunal abierto. En las causas de gracias, mercedes, o de personas pobres, debe permanecer en todo su vigor el decreto expedido sobre ellas por este santo Concilio; mas las universidades generales, y los colegios de doctores o estudiantes, y las casas de Regulares, así como los hospitales que actualmente ejercen la hospitalidad, e igualmente las personas de las universidades, colegios, lugares y hospitales mencionados, de ningún modo se comprendan en el presente decreto, sino queden enteramente exentas, y entiéndase que lo están.

CAP. VI. Decrétase pena contra los clérigos que ordenados in sacris, o que poseen beneficios, no llevan hábitos correspondientes a su orden.

Aunque la vida religiosa no consiste en el hábito, es no obstante debido, que los clérigos vistan siempre hábitos correspondientes a las órdenes que tienen, para mostrar en la decencia del vestido exterior la pureza interior de las costumbres: y por cuanto ha llegado a tanto en estos tiempos la temeridad de algunos, y el menosprecio de la religión, que estimando en poco su propia dignidad, y el honor del estado clerical, usan aun públicamente ropas seculares, caminando a un mismo tiempo por caminos opuestos, poniendo un pie en la iglesia, y otro en el mundo; por tanto todas las personas eclesiásticas, por exentas que sean, que o tuvieren órdenes mayores, o hayan obtenido dignidades, personados, oficios, o cualesquiera beneficios eclesiásticos, si después de amonestadas por su Obispo respectivo, aunque sea por medio de edicto público, no llevaren hábito clerical, honesto y proporcionado a su orden y dignidad, conforme a la ordenanza y mandamiento del mismo Obispo; puedan y deban ser apremiadas a llevarlo, suspendiéndolas de las órdenes, oficio, beneficio, frutos, rentas y provechos de los mismos beneficios; y además de esto, si una vez corregidas volvieren a delinquir, puedan y deban apremiarlas, aun privándolas también de los tales oficios y beneficios; innovando y ampliando la constitución de Clemente V, publicada en el concilio de Viena, cuyo principio es: Quoniam.

CAP. VII. Nunca se confieran las órdenes a los homicidas voluntarios; y cómo se conferirán a los casuales.

Debiendo aun ser removido del altar el que haya muerto a su prójimo con ocasión buscada y alevosamente; no pueda ser promovido en tiempo alguno a las sagradas órdenes cualquiera que haya cometido voluntariamente homicidio, aunque no se le haya probado este crimen en el orden judicial, ni sea público de modo alguno, sino oculto; ni sea lícito tampoco conferirle ningunos beneficios eclesiásticos, aunque sean de los que no tienen cura de almas; sino que perpetuamente quede privado de toda orden, oficio y beneficio eclesiástico. Mas si se expusiere que no cometió el homicidio de propósito, sino casualmente, o rechazando la fuerza con la fuerza, con el fin de defender su vida, en cuyo caso en cierto modo se le deba de derecho la dispensa para el ministerio de las órdenes sagradas, y del altar, y para obtener cualesquier beneficios y dignidades; cométase la causa al Ordinario del lugar, o si lo requiriesen las circunstancias, al Metropolitano, o al Obispo más vecino; quien no concederá la dispensa, sino con conocimiento de la causa, y después de dar por buena la relación y preces, y no de otro modo.

CAP. VIII. No sea lícito a ninguno, por privilegio que tenga, castigar clérigos de otra diócesis.

Además de esto, habiendo varias personas, y entre ellas algunos que son verdaderos pastores, y tienen ovejas propias, que procuran mandar sobre las ajenas, poniendo a veces tanto cuidado sobre los súbditos extraños, que abandonan el de los suyos; cualquiera que tenga privilegio de castigar los súbditos ajenos, no deba, aunque sea Obispo, proceder de ninguna manera contra los clérigos que no estén sujetos a su jurisdicción, en especial si tienen órdenes sagradas, aunque sean reos de cualesquiera delitos, por atroces que sean, sino es con la intervención del propio Obispo de los clérigos delincuentes, si residiere en su iglesia, o de la persona que el mismo Obispo depute. A no ser así, el proceso, y cuanto de él se siga, no sea de valor, ni efecto alguno.

CAP. IX. No se unan por ningún pretexto los beneficios de una diócesis con los de otra.

Y teniendo con muchísima razón separados sus términos las diócesis y parroquias, y cada rebaño asignados pastores peculiares, y las iglesias subalternas sus curas, que cada uno en particular deba cuidar de sus ovejas respectivas; con el fin de que no se confunda el orden eclesiástico, ni una misma iglesia pertenezca de ningún modo a dos diócesis con grave incomodidad de los feligreses; no se unan perpetuamente los beneficios de una diócesis, aunque sean iglesias parroquiales, vicarías perpetuas, o beneficios simples, o prestameras, o partes de prestameras, a beneficio, o monasterio, o colegio, ni a otra fundación piadosa de ajena diócesis; ni aun con el motivo de aumentar el culto divino, o el número de los beneficiados, ni por otra causa alguna; declarando deberse entender así el decreto de este sagrado Concilio sobre semejantes uniones.

CAP. X. No se confieran los beneficios regulares sino a regulares.

Si llegaren a vacar los beneficios regulares de que se suele proveer, y despachar título a los regulares profesos, por muerte o resignación de la persona que los obtenía en título, o de cualquiera otro modo; no se confieran sino a solos religiosos de la misma orden, o a los que tengan absoluta obligación de tomar su hábito, y hacer su profesión, para que no se de el caso de que vistan un ropaje tejido de lino y lana.

CAP. XI. Los que pasan a otra orden vivan en obediencia dentro de los monasterios, y sean incapaces de obtener beneficios seculares.

Por cuanto los regulares que pasan de una orden a otra, obtienen fácilmente licencia de sus superiores para vivir fuera del monasterio, y con esto se les da ocasión para ser vagabundos, y apóstatas; ningún Prelado, o superior de orden alguna, pueda en fuerza de ninguna facultad o poder que tenga, admitir a persona alguna a su hábito y profesión, sino para permanecer en vida claustral perpetuamente en la misma orden a que pasa, bajo la obediencia de sus superiores; y el que pase de este modo, aunque sea canónigo regular, quede absolutamente incapaz de obtener beneficios seculares, ni aun los que son curados.

CAP. XII. Ninguno obtenga derecho de patronato, a no ser por fundación o dotación.

Ninguno tampoco, de cualquiera dignidad eclesiástica o secular que sea, pueda ni deba impetrar, ni obtener por ningún motivo el derecho de patronato, si no fundare y constituyere de nuevo iglesia, beneficio o capellanía, o dotare competentemente de sus bienes patrimoniales la que esté ya fundada, pero que no tenga dotación suficiente. En el caso de fundación o dotación, resérvese al Obispo, y no a otra persona inferior, el mencionado nombramiento de patrono.

CAP. XIII. Hágase la presentación al Ordinario, y de otro modo téngase por nula la presentación e institución.

Además de esto, no sea permitido al patrono, bajo pretexto de ningún privilegio que tenga, presentar de ninguna manera persona alguna para obtener los beneficios del patronato que le pertenece, sino al Obispo que sea el Ordinario del lugar, a quien según derecho, y cesando el privilegio, pertenecería la provisión, o institución del mismo beneficio. De otro modo sean y ténganse por nulas la presentación e institución que acaso hayan tenido efecto.

CAP. XIV. Que en otra ocasión se tratará de la Misa, del sacramento del Orden, y de la reforma.

Declara además de esto el santo Concilio, que en la Sesión futura, que ya tiene determinado celebrar en el día 25 de enero del año siguiente 1552, se ha de ventilar, y tratar del sacramento del Orden, juntamente con el sacrificio de la Misa, y se han de proseguir las materias de la reforma.

SESION XV

Que es la V celebrada en tiempo del sumo Pontífice Julio III en 25 de enero de 1552.

Decreto sobre la prorrogación de la Sesión.

Constando que, por haberse así decretado en las Sesiones próximas, este santo y universal Concilio ha tratado en estos días con grande exactitud y diligencia todo lo perteneciente al santísimo sacrificio de la Misa, y al sacramento del Orden, para publicar en la presente Sesión, según le inspirase el Espíritu Santo, los decretos correspondientes a estas dos materias, así como los cuatro artículos pertenecientes al santísimo sacramento de la Eucaristía, que últimamente se remitieron a esta Sesión; y habiendo además de esto, creído que concurrirían entre tanto a este sacrosanto Concilio los que se llaman Protestantes, por cuya causa había diferido la publicación de aquellos artículos, y les había concedido seguridad pública, o salvoconducto, para que viniesen libremente y sin dilación alguna a él; no obstante, como no hayan venido hasta ahora, y se haya suplicado en su nombre a este santo Concilio que se difiera hasta la Sesión siguiente la publicación que se había de hacer el día de hoy, dando esperanza cierta de que concurrirán sin falta mucho tiempo antes de la Sesión, como se les concediese un salvoconducto más amplio; el mismo santo Concilio, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legado y Nuncios, no teniendo mayor deseo que el de extirpar de entre la nobilísima nación Alemana todas las disensiones y cismas en materia de religión, y mirar por su quietud, paz y descanso; dispuesta a recibirlos, si viniesen, con afabilidad, y oírlos benignamente; y confiada también en que no vendrán con ánimo de impugnar pertinazmente la fe católica, sino de conocer la verdad; y que, como corresponde a los que procuran alcanzar las verdades evangélicas, se conformarán por fin a los decretos y disciplina de la santa madre Iglesia; ha diferido la Sesión siguiente para dar a luz y publicar los puntos arriba mencionados, al día de la festividad de San Josef, que será el 19 de marzo, con lo que no sólo tengan tiempo y lugar bastante para venir, sino para proponer lo que quisieren antes que llegue aquel día. Y para quitarles todo motivo de detenerse más tiempo, les da y concede gustosamente la seguridad pública, o Salvoconducto, del tenor y substancia que se relatará. Mas entre tanto establece y decreta, se ha de tratar del sacramento del Matrimonio, y se han de hacer las definiciones respectivas a él, a más de la publicación de los decretos arriba mencionados, así como que se ha de proseguir la materia de la reforma.

Salvoconducto concedido a los Protestantes

El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legado y Nuncios de la santa Sede Apostólica, insistiendo en el Salvoconducto concedido en la penúltima Sesión, y ampliándole en los términos que se siguen; a todos en general hace fe, que por el tenor de las presentes da y concede plenamente a todos, y a cada uno de los Sacerdotes, Electores, Príncipes, Duques, Marqueses, Condes, Barones, Nobles, Militares, Ciudadanos y a cualesquiera otras personas, de cualquier estado, condición o calidad que sean, de la Nación y provincia de Alemania, y a las ciudades y otros lugares de la misma, así como a todas las demás personas eclesiásticas y seculares, en especial de la confesión de Augusta, los que, o las que vendrían con ellos a este general Concilio de Trento, o serán enviados, o se pondrán en camino, o hasta el presente hayan venido, bajo cualquier nombre que se reputen, o puedan especificarse; fe pública, y plenísima y verdaderísima seguridad, que llaman Salvoconducto, para venir libremente a esta ciudad de Trento, y permanecer en ella, estar, habitar, proponer y hablar de mancomún con el mismo Concilio, tratar de cualesquiera negocios, examinar, ventilar y representar impunemente todo lo que quisieren, y cualesquiera artículos, tanto por escrito, como de palabra, propalarlos, y en caso necesario declararlos, confirmarlos y persuadirlos con la sagrada Escritura, con palabras de los santos Padres, y con sentencias y razones, y de responder también, si fuere necesario, a las objeciones del Concilio general, y disputar cristianamente con las personas que el Concilio depute, o conferenciar caritativamente, sin obstáculo alguno, y lejos de todo improperio, maledicencia e injurias; y determinadamente que las causas controvertidas se tratan en el expresado Concilio Tridentino, según la sagrada Escritura, y las tradiciones de los Apóstoles, concilios aprobados, consentimiento de la Iglesia católica, y autoridad de los santos Padres; añadiendo también, que no serán castigados de modo alguno con el pretexto de religión, o de los delitos cometidos, o que puedan cometer contra ella; como también que a causa de hallarse presentes los mismos, no cesarán de manera alguna los divinos oficios en el camino, ni en otro ningún lugar cuando vengan, permanezcan, o vuelvan, ni aun en la misma ciudad de Trento; y por el contrario, que efectuadas, o no efectuadas todas estas cosas, siempre que les parezca, o por mandado o consentimiento de sus superiores desearen, o deseare alguno de ellos volverse a sus casas, puedan volverse libre y seguramente, según su beneplácito, sin ninguna repugnancia, ocasión o demora, salvas todas sus cosas y personas, e igualmente el honor y personas de los suyos; pero con la circunstancia de hacerlo saber a las personas que ha de deputar el Concilio; para que en este caso se den sin dolo ni fraude alguno las providencias oportunas a su seguridad. Quiere además el santo Concilio que se incluyan y contengan, y se reputen por incluidas en esta seguridad pública y Salvoconducto todas y cualesquiera cláusulas que fueren necesarias y conducentes para que la seguridad sea completa, eficaz y suficiente, en la venida, en la mansión y en la vuelta. Expresando también para mayor seguridad, y bien de la paz y reconciliación, que si alguno, o algunos de ellos, ya en el camino viniendo a Trento, ya permaneciendo en esta ciudad, o ya volviendo de ella, hicieren o cometieren (lo que Dios no permita) algún enorme delito, por el que se puedan anular y frustrar las franquicias de esta fe y seguridad pública que se les ha concedido; quiere, y conviene en que los aprehendidos en semejante delito sean después castigados precisamente por Protestantes, y no por otros, con la correspondiente pena, y suficiente satisfacción, que justamente debe ser aprobada, y dada por buena por parte de este Concilio, quedando en todo su vigor la forma, condiciones y modos de la seguridad que se les concede. Quiere también igualmente, que si alguno, o algunos (de los Católicos) del Concilio, hicieren, o cometieren (lo que Dios no quiera) o viniendo al Concilio, o permaneciendo en él, o volviendo de él, algún delito enorme, con el cual se pueda quebrantar, o frustrar en algún modo el privilegio de esta fe y seguridad pública; se castiguen inmediatamente todos los que sean comprendidos en semejante delito, sólo por el mismo Concilio, y no por otros, con la pena correspondiente, y suficiente satisfacción, que según su mérito ha de ser aprobada, y pasada por buena por parte de los señores Alemanes de la confesión de Augusta que se hallaren aquí, permaneciendo en todo su vigor la forma, condiciones y modos de la presente seguridad. Quiere además el mismo Concilio que sea libre a todos, y a cada uno de los mismos Embajadores, todas cuantas veces les parezca oportuno, o necesario, salir de la ciudad de Trento a tomar aires, y volver a la misma ciudad, así como enviar o destinar libremente su correo, o correos, a cualesquiera lugares para dar orden en los negocios que les sean necesarios, y recibir, todas cuantas veces les pareciese conveniente, al que, o los que hayan enviado o destinado; con la circunstancia no obstante de que se les asocie alguno, o algunos por los deputados del Concilio, los que, o el que deba, o deban cuidar de su seguridad. Y este mismo Salvoconducto y seguros deben durar y subsistir desde el tiempo, y por todo el tiempo en que el Concilio y los suyos los reciban bajo su amparo y defensa, y hasta que sean conducidos a Trento, y por todo el tiempo que se mantengan en esta ciudad; y además de esto, después de haber pasado veinte días desde que hayan tenido suficiente audiencia, cuando ellos pretendan retirarse, o el Concilio, habiéndolos escuchado, les intime que se retiren, se los hará conducir, con el favor de Dios, lejos de todo fraude y dolo, hasta el lugar que cada uno elija y tenga por seguro. Todo lo cual promete, y ofrece de buena fe que se observará inviolablemente por todos y cada uno de los fieles cristianos, por todos y cualesquiera Príncipes, eclesiásticos y seculares, y por todas las demás personas, eclesiásticas y seculares, de cualquiera estado y condición que sean, o bajo cualquier nombre que estén calificadas. Además de esto, el mismo Concilio, excluyendo todo artificio y engaño, ofrece sinceramente y de buena fe, que no ha de buscar manifiesta ni ocultamente ocasión alguna, ni menos ha de usar de modo alguno, ni ha de permitir que nadie ponga en uso autoridad ninguna, poder, derecho, estatuto, privilegio de leyes o de cánones, ni de ningún concilio, en especial del Constanciense y Senense, de cualquier modo que estén concebidas sus palabras, como sean en algún perjuicio de esta fe pública, y plenísima seguridad, y audiencia pública y libre que les ha concedido el mismo Concilio, pues las deroga todas en esta parte por esta vez. Y si el santo Concilio, o alguno de él o de los suyos, de cualquiera condición, o preeminencia que sea, faltare en cualquier punto, o cláusula, a la forma y modo de la mencionada seguridad y Salvoconducto (lo que Dios no permita), y no se siguiere sin demora la satisfacción correspondiente, que según razón se ha de aprobar y dar por buena a voluntad de los mismos Protestantes; tengan a este Concilio, y lo podrán tener por incurso en todas las penas en que por derecho divino y humano, o por costumbre, pueden incurrir los infractores de estos Salvoconductos, sin que les valga excusa, ni oposición alguna en esta parte.


TRANSFERENCIA DEL CONCILIO
DE JULIO III A PÍO IV

SESION XVI

Que es la VI y última celebrada en tiempo del sumo Pontífice Julio III en 28 de abril de 1552.

DECRETO DE LA SUSPENSIÓN DEL CONCILIO

El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los reverendísimos señores Sebastián, Arzobispo de Siponto, y Luis, Obispo de Verona, Nuncios Apostólicos, tanto en su nombre, como en el del Legado el reverendísimo e ilustrísimo señor Marcelo Crescencio, Cardenal de la santa Iglesia Romana, del título de san Marcelo, ausente por causa de gravísimas indisposiciones en su salud; no duda sea patente a toda la Cristiandad que este ecuménico Concilio de Trento fue primeramente convocado y congregado por el sumo Pontífice Paulo III de feliz memoria, y que después fue restablecido a instancias del augustísimo Emperador Carlos V por nuestro santísimo Padre Julio III con el determinado y principal objeto de restablecer en su primer estado la religión, lastimosamente destrozada y dividida en diversas opiniones en muchas provincias del orbe, y principalmente en Alemania; así como para reformar los abusos y corrompidísimas costumbres de los cristianos; y habiendo concurrido con este fin gran número de Padres de diversas regiones, con suma alegría, sin reparar en ningunos trabajos, ni peligros suyos, y adelantándose las cosas vigorosa y felizmente, con gran conformidad de los fieles, y con no leves esperanzas de que los Alemanes que habían causado aquellas novedades, vendrían al Concilio con ánimo y resolución de adoptar unánimemente las verdades razones de la Iglesia, y que en fin parecía iban a tomar favorable aspecto las cosas, y que la república cristiana, abatida antes y afligida, comenzaría a levantar la cabeza y recobrarse; se han encendido repentinamente tales tumultos y guerras por los artificios del demonio, enemigo de los hombres, que el Concilio se ha visto precisado, con bastante incomodidad, a suspenderse e interrumpir su progreso, perdiéndose toda esperanza de ulterior adelantamiento en este tiempo; estando tan lejos de que cure el santo Concilio los males e incomodidades de los cristianos, que contra su expectación, mas bien irritará que aplacará los ánimos de muchos. Viendo, pues, el mismo santo Concilio que todos los países, y principalmente la Alemania, arden en guerras y discordias, y que casi todos los Obispos Alemanes, en especial los Príncipes Electores, se han retirado del Concilio para cuidar de sus iglesias; ha decretado no oponerse a tan urgente necesidad, y diferir la continuación a tiempo más oportuno, para que los Padres que al presente nada pueden adelantar aquí, puedan volver a sus iglesias a cuidar de sus ovejas para no perder más tiempo ociosa e inútilmente en una y otra parte. En consecuencia, pues, decreta, puesto que así lo piden las circunstancias del tiempo, que se suspendan por espacio de dos años las operaciones de este ecuménico Concilio de Trento, como en efecto las suspende por el presente decreto; con la circunstancia no obstante, de que si antes de los dos años se apaciguasen las cosas, y se restableciese la antigua tranquilidad, lo que espera sucederá por beneficio de Dios Optimo Máximo, quizás dentro de poco tiempo; se tenga entendido que la continuación del Concilio ha de tener desde el mismo tiempo su fuerza, firmeza y vigor. Pero si (lo que Dios no permita) prosiguiesen más de los dos años los impedimentos legítimos que quedan expresados; téngase entendido, que luego que cesen, quedará levantada por el mismo caso la suspensión, así como restituida al Concilio toda su fuerza y vigor, sin que se necesite nueva convocación, agregándose a este decreto el consentimiento y autoridad de su Santidad, y de la santa Sede Apostólica. Exhorta no obstante entre tanto el mismo santo Concilio a todos los Príncipes cristianos, y a todos los Prelados que observen, y hagan respectivamente observar, en cuanto a ellos toca, en sus reinos, dominios e iglesias, todas y cada una de las cosas que hasta el presente tiene establecidas y decretadas este sacrosanto y ecuménico Concilio.

BULA DE LA CELEBRACIÓN DEL CONCILIO DE TRENTO, EN TIEMPO DEL SUMO PONTíFICE PÍO IV

Pio Obispo, siervo de los siervos de Dios, para perpetua memoria. Llamados por sola la misericordia divina al gobierno de la Iglesia, aunque sin fuerzas bastantes para tan grave peso, volvimos inmediatamente la consideración a todas las provincias de la república cristiana; y mirando con grande horror cuan extensamente había cundido la peste de las herejías y cisma, y cuanta necesidad tenían de reforma las costumbres del pueblo cristiano; comenzamos, en fuerza de la obligación del cargo que habíamos recibido, a dedicar nuestros pensamientos y conatos a ver cómo podríamos extirpar las herejías, disipar tan grande y pernicioso cisma, y reformar las costumbres en tanto grado corrompidas y depravadas. Y como entendiésemos que el remedio más eficaz para sanar estos males, era el del Concilio ecuménico y general, de que esta santa Sede tenía costumbre valerse; tomamos la resolución de congregarlo, y celebrarlo con el favor de Dios. Antes había sido él mismo convocado por nuestros predecesores de feliz memoria Paulo III y su sucesor Julio; pero impedido e interrumpido muchas veces por varias causas, no pudo llegar a su perfección; pues habiéndolo indicado primeramente Paulo para la ciudad de Mantua, y después para Vincencia; lo suspendió la primera vez por ciertas causas que se expresan en sus Bulas, y después lo transfirió a Trento: luego, habiéndose también diferido por ciertos motivos el tiempo de celebrarlo allí, removida la suspensión, tuvo en fin principio en la misma ciudad de Trento. Pero habiendo celebrado algunas Sesiones el mismo Concilio, y establecido varios decretos, se transfirió por sí mismo, accediendo también la autoridad de la Sede Apostólica, por ciertas causas, a la ciudad de Bolonia. Mas Julio, que sucedió a Paulo III, lo restableció en la de Trento, en cuyo tiempo se hicieron también algunos otros decretos; y habiéndose suscitado nuevas turbulencias en los países inmediatos de Alemania, y encendídose de nuevo una guerra violentísima en Italia y Francia; se volvió a suspender y diferir el Concilio, por los conatos sin duda del enemigo del género humano, que ponía obstáculos y dificultades, encadenadas unas de otras, para que ya que no podía privar absolutamente a la Iglesia de tan grande beneficio, a lo menos lo retardase por el más tiempo que pudiese. Cuanto empero se aumentasen entre tanto, se multiplicasen, y propagasen las herejías, cuanto creciese el cisma, ni lo podemos mencionar, ni referir sin gravísimo sentimiento. Al fin el Dios de piedad y de misericordias, que nunca se irrita de manera que se olvide de su clemencia, se dignó conceder la paz y concordia a los Reyes y Príncipes cristianos; y Nos, valiéndonos de la ocasión que se nos presentaba, concebimos, fiados en la divina misericordia, fundadas esperanzas de que llegaríamos a poner fin por medio del mismo Concilio a estos tan graves males de la Iglesia. En esta disposición, hemos resuelto, que para extirpar el cisma y herejías, para corregir y reformar las costumbres, para conservar la paz entre los Príncipes cristianos, no se debe diferir por más tiempo la celebración del Concilio. Y habiendo en consecuencia deliberado maduramente con nuestros venerables hermanos los Cardenales de la santa Iglesia Romana, y certificado de nuestra resolución a nuestros hijos carísimos en Cristo Ferdinando Emperador de Romanos, y los otros Reyes y Príncipes, a quienes hemos hallado, según nos lo prometíamos de su suma piedad y prudencia, muy dispuestos para contribuir a la celebración del Concilio; a honra, alabanza y gloria de Dios omnipotente, y para utilidad de la Iglesia universal, con el consejo y asenso de los mismos Cardenales nuestros hermanos, con la autoridad del mismo Dios, y de los bienaventurados Apóstoles san Pedro y san Pablo, de la que gozamos en la tierra, y en la que nos fundamos y confiamos, indicamos para la ciudad de Trento el sagrado, ecuménico y general Concilio, para el próximo futuro día de la sacratísima Resurrección del Señor; estableciendo y decretando, que removida cualquiera suspensión se celebre en aquella ciudad. Con este motivo exhortamos y amonestamos con la mayor vehemencia en el Señor, a nuestros venerables hermanos de todos los lugares, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, y a nuestros amado hijos los Abades, y a todos los demás a quienes se permite por derecho común, o por privilegio, o por antigua costumbre tomar asiento en el concilio general, y dar su voto, y además de esto, les mandamos en todo el rigor de precepto, en virtud de santa obediencia, en fuerza del juramento que hicieron, y so las penas que deben estar decretadas en los sagrados cánones contra los que despreciaren concurrir a los concilios generales, que concurran dentro del término señalado al Concilio que se ha de celebrar en Trento, si acaso no estuvieren legítimamente impedidos; cuyo impedimento, no obstante, han de hacer constar al Concilio por medio de legítimos procuradores. Además de esto, amonestamos a todos y a cada uno, a quienes toca, o podrá tocar, que no dejen de presentarse al Concilio; y exhortamos y rogamos a nuestros carísimos hijos en Cristo el electo Emperador de Romanos, y demás Reyes y Príncipes, quienes sería por cierto de desear que pudiesen hallarse en el Concilio; que si no pudieren asistir pesonalmente, envíen sin falta sus Embajadores, que sean prudentes, graves y piadosos, para que asistan en su nombre; cuidando también con celo, por su piedad, que los Prelados de sus reinos y dominios den sin rehusa, ni demora, en tiempo tan necesario, cumplimiento a la obligación que tienen a Dios, y a la Iglesia. También estamos ciertos de que han de cuidar los mismos Príncipes de que por sus reinos y dominios sea libre, patente y seguro el camino a los Prelados, a sus familiares y comitiva, y a todos los demás que vayan al Concilio, y vuelvan de él; y de que serán recibidos y tratados benignamente y con urbanidad en todos los lugares; así como en lo que a Nos toca lo procuraremos también con todo esmero; pues tenemos determinado no dejar de hacer cosa alguna de cuantas podamos facilitar, como constituidos en esta dignidad, que conduzca a la perfecta ejecución de tan piadosa y saludable obra; sin buscar otra cosa, como Dios lo sabe, y sin tener otro objeto en la celebración de este Concilio, que la honra de Dios, la reducción y salvación de las ovejas dispersas, y la perpetua tranquilidad y quietud de la república cristiana. Y para que estas letras, y cuanto en ellas se contiene, lleguen a noticia de todos los que deben tenerla, y ninguno pueda alegar la excusa de ignorarlas, principalmente no siendo acaso libre el camino para que lleguen a todas las personas que deberían certificarse de ellas; queremos y mandamos, que se lean públicamente y con voz clara por los cursores de nuestra curia, o algunos notarios públicos en la basílica Vaticana del Príncipe de los Apóstoles, y en la iglesia de Letran, cuando el pueblo suele congregarse en ellas para asistir a la misa mayor; y que después de recitadas se fijen en las puertas de las mismas iglesias, y además de estas en las de la cancelaría Apostólica, y en el lugar acostumbrado del campo de Flora, donde han de estar algún tiempo para que puedan leerse y llegar a noticia de todos; y cuando se quiten de allí, queden fijas en los dichos lugares copias de las mismas letras. Nos por cierto, queremos que todos y cada uno de los comprendidos en estas nuestras letras, queden tan precisados y obligados por su recitación, publicación y fijación, a los dos meses del día en que se publiquen y fijen, como si se hubiesen publicado y leído en su presencia. Mandamos también y decretamos se de toda fe sin género alguno de duda a las copias de esta Bula, que estén escritas o firmadas de mano de algún notario público, y autorizadas con el sello y firma de alguna persona constituida en dignidad eclesiástica. No sea, pues, permitido absolutamente, por ningún caso, a persona alguna quebrantar, u oponerse audaz, y temerariamente a esta nuestra Bula de indicción, estatuto, decreto, precepto, aviso y exhortación. Y si alguno tuviere la presunción de caer en este atentado, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente, y de sus Apóstoles los bienaventurados san Pedro y san Pablo. Expedida en Roma, en san Pedro, en 29 de noviembre del año de la Encarnación del Señor 1560, el primero de nuestro Pontificado. Antonio Florebelli, Lavelino. Barengo.


SESION XVII

Del sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, que es la I celebrada en tiempo del sumo Pontífice Pío IV en 18 de enero de 1562.

DECRETO SOBRE LA CELEBRACIÓN DEL CONCILIO

¿Convenís en que a honra y gloria de la santa e individua Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, para aumento y exaltación de la fe, y religión cristiana, se celebre el sagrado, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, desde el día de hoy, que es el 18 de enero del año del nacimiento del Señor 1562, día consagrado a la cátedra en Roma del Príncipe de los Apóstoles san Pedro, removida toda suspensión, según la forma y tenor de la Bula de nuestro santísimo Padre Pío IV, sumo Pontífice; y que se traten en él con el debido orden las cosas que a proposición de los Legados y Presidentes parezcan conducentes y oportunas al mismo Concilio, para aliviar las calamidades de estos tiempos, apaciguar las disputas de religión, enfrenar las lenguas engañosas, corregir los abusos y depravación de las costumbres, y conciliar la verdadera y cristiana paz de la Iglesia? Respondieron: Así lo queremos.

ASIGNACIÓN DE LA SESIÓN SIGUIENTE

¿Convenis en que la próxima futura Sesión se haya de tener y celebrar en la feria quinta después del segundo domingo de Cuaresma, que será el día 26 de febrero? Respondieron: Así lo queremos.


SESION XVIII

Que es la II celebrada en tiempo del sumo Pontífice Pio IV en 26 de febrero de 1562.

DECRETO DE LA ELECCIÓN DE LIBROS, Y DE QUE SE CONVIDE A TODOS AL CONCILIO POR UN SALVOCONDUCTO

El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados de la Sede Apostólica, confiado no en las fuerzas humanas, sino en la virtud de nuestro Señor Jesucristo, que prometió había de dar a su Iglesia voz y sabiduría; entiende principalmente en restablecer ya a su pureza y esplendor la doctrina de la fe católica, manchada y obscurecida en muchas provincias con las opiniones de tantos que entre sí discordan; en reducir a mejor orden de vida las costumbres que han decaído de su antiguo estado, y en convertir el corazón de los padres a los hijos, y el de los hijos a los padres. Y habiendo reconocido ante todas cosas, que se ha aumentado excesivamente en estos tiempos el número de libros sospechosos y perniciosos, en que se contiene y propaga por todas partes la mala doctrina; lo que ha dado motivo a que se hayan publicado con religioso celo muchas censuras en varias provincias, y en especial en la santa ciudad de Roma, sin que no obstante haya servido de provecho alguno medicina tan saludable a tan grande y perniciosa enfermedad; ha tenido por conveniente, que destinados varios Prelados para este examen, considerasen con el mayor cuidado qué medios se deban poner en ejecución respecto de dichos libros y censuras; e igualmente que diesen cuenta de esto a su tiempo al mismo santo Concilio, para que este pueda con más facilidad separar las varias y peregrinas doctrinas, como zizaña, del trigo de la verdad cristiana, y deliberar y decretar más cómodamente en esta materia lo que le pareciese más oportuno, para quitar escrúpulos de las conciencias de muchas personas, y extirpar las causas de muchas quejas. Quiere, pues, que todas estas cosas lleguen a noticia de todos, como en efecto las pone por medio del presente decreto, para que si alguno creyese tener algún interés, ya sea en las materias respectivas a los libros y censuras, ya en las demás que ha manifestado se han de tratar en este Concilio general, no dude que el santo Concilio le escuchará benignamente. Y por cuanto el mismo santo Concilio desea íntimamente, y pide con eficacia a Dios todo cuanto conduce a la paz de la Iglesia, para que reconociendo todos esta madre común en la tierra, que no puede olvidar los que ha parido, glorifiquemos unánimes, y a una voz a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo; convida y exhorta, por las entrañas de misericordia del mismo Dios y Señor nuestro, a todos los que no son de nuestra comunión, a la reconciliación y concordia, y a que concurran a este santo Concilio, abracen la caridad, que es el vínculo de la perfección, y presenten rebosando en sus corazones la paz de Jesucristo, a la que han sido llamados como miembros de un mismo cuerpo. Oyendo pues esta voz, no de hombres, sino del Espíritu Santo, no endurezcan su corazón, sino abandonando sus opiniones, y no adulándose a sí mismos, recuerden, y se conviertan con tan piadosa y saludable reconvención de su madre; pues así como el santo Concilio los convida con todos los obsequios de la caridad, con los mismos los recibirá en sus brazos.

Ha decretado además de esto el mismo santo Concilio, que se pueda conceder en congregación general el Salvoconducto, y que tendrá la misma fuerza, y será del mismo valor y eficacia que si se hubiese expedido y decretado en Sesión pública.

ASIGNACIÓN DE LA SESIÓN SIGUIENTE.

El mismo sacrosanto Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados de la Sede Apostólica, establece y decreta, que la próxima futura Sesión se ha de tener y celebrar en la feria quinta después de la sagrada festividad de la Ascensión del Señor, que será el día 14 del mes de mayo.

Salvoconducto concedido a la nación Alemana, expedido en la congregación general del 4 de marzo de 1562.

El sacrosanto ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados, a todos en general hace fe, que por el tenor de las presentes, da y concede plenamente a todos y a cada uno de los Sacerdotes, etc. Conforme en todo lo demás al antecedente, fol. 196.

Extensión del Salvoconducto a las demás naciones.

El mismo sacrosanto Concilio, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados a latere de la Sede Apostólica, concede pública seguridad, o Salvoconducto, en la misma forma, y con las mismas palabras con que se concede a los Alemanes, a todos y a cada uno de los demás que no son de nuestra comunión, de cualesquier reinos, naciones, provincias, ciudades y lugares que sean, en los que se predica, o enseña, o se cree pública e impunemente lo contrario de lo que siente la santa Iglesia Romana.


SESION XIX

Que es la III celebrada en tiempo del sumo Pontífice Pio IV a 14 de mayo de 1562.

DECRETO SOBRE LA PRORROGACIÓN DE LA SESIÓN XIX

El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo; y presidido de los mismos Legados de la Sede Apostólica, ha juzgado se debían prorrogar, y prorroga en efecto, por justas y racionales causas, hasta el jueves después de la próxima festividad del Corpus, que será el día 4 de junio, los decretos que se habían de establecer y promulgar el día de hoy en la presente Sesión; e indica a todos que se ha de tener y celebrar la Sesión en el día mencionado. Entre tanto se debe rogar a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, autor de la paz, que santifique los corazones de todos para que con su auxilio pueda este santo Concilio ahora, y siempre meditar y llevar a debido efecto las resoluciones que contribuyen a su alabanza y gloria.


SESION XX

Que es la IV celebrada en tiempo del sumo Pontífice Pio IV a 4 de junio de 1562.

DECRETO SOBRE LA PRORROGACIÓN DE LA SESIÓN XX

El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados de la Sede Apostólica, movido de varias dificultades originadas de diversas causas, así como por proceder en todo con la mayor oportunidad y deliberaciones, es a saber, por tratar y establecer los dogmas a un mismo tiempo que las materias pertenecientes a la reforma; ha decretado, que se defina todo cuanto parezca deberse establecer así respecto de la reforma, como de los dogmas, en la próxima Sesión, que indica a todos para el día 16 del próximo mes de julio: añadiendo no obstante, que el mismo santo Concilio pueda, y tenga autoridad para restringir y prorrogar el expresado término a su arbitrio y voluntad, aunque sea en una congregación general, según juzgare conveniente a las cosas del Concilio.


Sigue en la sesión XXI


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